IV

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Evan ha decidido venir a Atenas. Hace ya unos seis años desde que abandoné mi casa en Galaxidi, donde mi padre pesca todas las mañanas. Cuando mi promedio salió entre los mejores de ese año y las puertas de la Universidad de Atenas se abrieron, la decisión ni siquiera fue pensada. Mis padres avalaron el que yo me fuera: fue como el pasaje de salida a un mundo mucho más próspero como médico, un sueño que guardaron en su corazón a pesar de la crisis. Yo me he esforzado en estudiar para darles ese honor.

Desde ese entonces, no he vivido con ellos y dejé de dormir en compañía de Evan. Los primeros meses puedo llamarlos devastadores. Estaba en la gran capital, lejos de todos, con un horario complicado y sintiéndome ajeno al nuevo mundo. Tuve que aprender a tomar el metro, a pagar con tarjeta e ir al banco, esas cosas que el hijo de un pescador no haría hasta ser mayor edad.

Evan estudia mecánica náutica y automotriz en una escuela técnica después de abandonar la Universidad de la Agricultura de Atenas en su primer año. Ya ha hecho dinero reparando motocicletas o lanchas en la costa. Algunas veces carros, me ha dicho. Con parte de lo ahorrado, compró una moto que usa para ir a casa y para trasladarse a los sitios donde puede encontrar trabajo. Ha decidido venir a visitarme ahora que se acerca Navidad. Él no sabe nada sobre Ambuj.

Viene solo, sin motocicleta. Mientras lo espero en la terminal B de la estación Liossion con las ansias contenidas, pienso en que tendré que hablarle de Ambuj antes de que lleguemos al departamento. Por lo menos, no hay problema para dormir; él duerme en mi cuarto mientras estoy en la práctica y cuando llego, ya está despierto. Evan puede dormir en el sofá cama sin problema.

Me quedo viendo la salida de uno de los buses a Tebas hasta sentir el toque en mi espalda. Evan ya está aquí. Tiene esa sonrisa taimada, la misma que me augura un par de dolores de cabeza mientras se queda conmigo en Atenas para pasar lo más cercano a una Navidad en familia. Tras seis meses sin verlo, su llegada es casi un regalo divino.

Nos abrazamos fraternalmente y se nota que nos hemos echado de menos. Aunque la mayoría de mis recuerdos con Evan son metiéndome y metiéndose en problemas, lo amo. No cambiaría ninguno de ellos y no habría manera de sacarlo de mi vida, no importa cuán enojados lleguemos a estar.

Con una sonrisa, nos separamos y verificamos qué tanto hemos cambiado. Evan posa su palma sobre mi mejilla, apretándome sutilmente. A mi parecer se ve mayor, con sus rasgos más marcados. Repaso con mi dedo la cicatriz que hay sobre su ceja y estoy seguro de no haberla visto antes. Somos gemelos idénticos, deberíamos ser más parecidos, pero los años y las experiencias nos hacen lucir diferentes.

—¿Y esto? —Evan sonríe y me agita de los hombros.

—La moto. Mamá casi la quema con aceite del motor.

No puedo contener la carcajada. Ese siempre es nuestro inicio cuando nos reencontramos: una risotada divertida en medio de la congestionada calle.

*

En el camino a la estación Kato Patissia, a unos diez minutos de la terminal, le cuento los detalles más apremiantes que debe conocer sobre la nueva persona que está en mi vida. Evan por momentos parece incrédulo: alza una ceja, luego la otra, ladea una sonrisa y, por supuesto, no pierde el tiempo de hacer notar sus gustos por las curvas admirando el cuerpo de una turista. Siempre lo ha hecho. Recuerdo que, cuando éramos adolescentes, me hablaba de lo bien que les crecían los pechos a nuestras primas. Siento de nuevo el golpe de las palabras de Thiago en mi nuca y hago un esfuerzo sobrehumano de evadirlas.

—Entonces, recogiste a un hombre y lo llevaste a casa. ¿Es la evolución de recoger perros? —simplifica mientras bajamos por las escaleras eléctricas de la estación. Me detengo para darle una moneda de diez céntimos a un anciano en la escalera y observo la sonrisa hueca que dibuja—. ¿Desde cuándo? ¿Te ayuda a pagar los servicios?

Hijo de Payasos (BL)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora