Gracias Mar, por comerciar esta historia conmigo
I
Era un hombre de menguada estatura, flaco y desgarbado. Su físico precario contrastaba con el eco que su presencia había causado en las periferias de Ciudad Vieja. Aparecía cada miércoles por la noche, en un callejón sin salida al que se llegaba doblando la avenida central dos calles a la derecha, tres a la izquierda, recto por el camino de La Zanja atravesando el barrio Vacío. En aquel callejón abandonado por Dios, montaba su caravana de madera con una ventana en el costado, con farolitos chinos colgando de los dinteles y tejas moradas en el techo.
Aquellos que no habían visitado nunca su depósito, podían encontrarlo fácilmente preguntando a los vigilantes de la entrada de barrio Vacío, por el módico precio de una bolsita de polvo blanco. Se decía que el comerciante traficaba mercancía de contrabando, artefactos raros y minerales energéticos. Llegaban personas de todas partes de Ciudad Vieja a la ventana del mercader ambulante, como una suerte de confesionario donde compraban no el perdón, sino la solución a sus problemas. Se hacía llamar Rasmodio; y aunque su casi apariencia y su nariz ganchuda agujereada por dos anillos de oro en la fosa izquierda, no daban la paz redentora de un cura, todo el mundo salía aliviado de aquel lugar.
No era una tienda regular como las que existían en el centro. Las señoras no iban allí a preguntar el precio de los productos sin comprarlos, ni a cuchichear en los pasillos sobre las novedades del pueblo. No había algo así como una lista de ofertas por dos razones: las personas que visitaban la caravana de Rasmodio sabían exactamente lo que estaban buscando y acudían a su presencia confiados de obtener lo que querían. Bastaba con pedirlo para que el oscuro comerciante lo sacara de un aparador de cristales violáceos que no revelaban el contenido del mueble. El segundo motivo era que la dinámica del negocio era el trueque. Para Rasmodio el dinero había sido siempre el origen de todos los males; era por eso que intercambiaba su mercancía por objetos de carácter sentimental o por reliquias familiares que, según él, emitían poderosas vibraciones.
Aquella noche no hubo casi clientela. Rasmodio no necesitaba mirar exasperado el reloj de bolsillo, a la espera de que alguien solicitara sus servicios. Solo se recostó en la hamaca de la caravana y pensó con los ojos cerrados. Hacía muchas lunas no tenía un momento de sosiego. Cuando comenzaba a quedarse dormido sintió que alguien golpeaba firmemente la madera de su caravana. Se levantó medio atontado y subió los tres escalones necesarios para llegar a la ventana. Asomó la cabeza.
―¿Qué desea, señorita? ―le dijo a los ojos de carnero degollado que salieron debajo de una capucha negra.
La muchacha no debía tener más de 16 años, por su cuerpo menudo y su cara redonda llena de baches. Venía cubierta por la capa, y miraba frenéticamente hacia los lados, como esperando no ser reconocida.
―De nada tiene que preocuparse, no he visto noche más vacía que esta en años. Diga usted. ¿Qué necesita?Ella no emitía palabra alguna. Se las tragaba en seco y abría cada vez más los ojos como si entre más separados estuvieran sus párpados, pudiera expresar mejor aquello que se la estaba comiendo por dentro. La niña cambió su gesto aprensivo por un profundo desconsuelo mientras se tocaba el vientre. Rasmodio supo exactamente lo que pasaba.
Bajó los tres escalones. Ella no sabía por dónde se había escurrido aquel cuerpo minúsculo, puesto que la caravana se suspendía del suelo por las ruedas de la carreta y no había mucho sitio adónde ir. Con el tacón de su zapato, el comerciante buscó una pequeña depresión en el piso, se hincó de rodillas en el suelo y levantó una tapa de madera que daba lugar a unas escaleras, las escaleras a un sótano y el sótano al depósito donde guardaba los tesoros que había obtenido a lo largo de todo el mundo.

ESTÁS LEYENDO
VINO, MUERTE Y CAFÉ
Ngẫu nhiênUna recopilación de historias sobre la muerte y todas sus facetas; desde el vino que compartimos con ella hasta descubrir cuánto disfruta su trabajo.