El doctor me ha dicho en una llamada de cinco minutos que me queda poco, que cuando mucho me da hasta mañana. Ni siquiera fui al hospital para que me lo dijera personalmente. ¿Para qué? Si ya es evidente, me cuesta ansias levantarme de la cama, los músculos ya no funcionan como deberían, camino con suma dificultad, y la fiebre no desaparece. Han sido días bastante lúgubres.
En cambio, ella lleva más de una semana visitando mi humilde morada, y dibujando sonrisas en mi rostro con algunos de sus chistes de mal gusto. No se me acerca, mantiene una distancia prudente. Me explicó, dos noches atrás, antes de que el inoportuno doctor me dejara este regalo para Navidad, sentada al borde de mi cama, que no era de su diversión acabar con mi existencia. Solo que ya le habían pagado por este cuerpo y esta alma, me dijo serena que no podía quedar mal. Y yo, con paciencia, fingí que le creía.
La muerte puede ser muy cabrona a veces, pero, al parecer, le caí bien. Me concedió un último día de vida a su lado, cumpliendo mis deseos antes de palmarla. Claro, pero no fue por obra de divina misericordia, me quitó la capacidad de decir que había llegado mi momento a cambio de un poco de fuerza para mis últimas horas. Me frustró un poco al principio, luego entendí que no estaba siendo desalmada; evitaba que dejara a otras personas heridas por la escasez de tiempo y la necesidad de las explicaciones. Así que, dispuesto a seguir sus pocas condiciones, me apoyé en el poco ego que me quedaba luego de tanto choque (y en mi bastón, claro). Salí de casa a enfrentarme a mi familia.
Camino a la casa de mi niñez y adolescencia, me iba preguntando si realmente era eso lo que quería hacer en mi último día. En vez de llamar a unos amigos y amigas, y volvernos locos en casa cantando canciones de los Guns 'n Roses y metiéndole al dominó con todo el volumen posible. Tal vez, hasta fumara un poco de hierba para acompañar el vino que tengo guardado en la despensa, si total. También pudiera haber pasado unas horas con la chica que de vez en cuando veo. Nos gustamos y tenemos química, pero yo le dije un día que no quería nada formal. Pues estoy enfermo hace años, y odio ser una carga. No hubiera soportado que me mirara con lástima si algún día tenía que ayudarme a bañar, o a taparme bien con las sábanas. Además, es una linda veinteañera, luego del luto por mí, no le será difícil encontrar a alguien. Hacía un par de días, la muerte me había preguntado, en tono de broma, si quería llevármela conmigo.
Pienso en mi madre camino a verla, la va a pasar mal. Aunque hace rato me independicé, me visita con cierta sistematicidad. No sé qué le diré, de todas formas, ya de la censura se encargó la señora de casaca negra que junto a mí anda. Será una visita como cualquier otra. Yo tocando el timbre y mi madre abriendo la puerta.
Sus ojos llorosos me reciben, ¿ya presentía algo? Las madres saben de esas cosas, ¿o será que piensa que le he traído el regalo de Navidad? Pero resulta que anda viendo una novela turca, de ahí el casi llanto. Me abraza con cierto escepticismo, normal en ella.
-Muchacho, ¿pero qué pasa contigo? -me hace retroceder. Nunca le han gustado mucho las muestras de cariño, dice que la hacen débil, que como hombre y mujer de una casa no puede permitirle a su alma sentirse así.
-¿Dónde está abuela? -quiero saber.
-Durmiendo. Sabes que luego del almuerzo, la perdemos un rato. Se te ve cansado, ¿cómo andan las fiebres?
-Ahora mismo tengo, pero ya ni caso les hago. -Voy y me siento en una butaca del salón.
Le echó una integradora mirada a la casa. No tengo muchos recuerdos felices aquí, la verdad. Pero me alegra haber vivido mi vida concentrándome en esos pocos que valieron la pena, esos que me voy a llevar a donde sea que vaya. La tarde en la que di mi primer beso a una vecinita en el portal. La noche que se fue la luz, y me desvelé con mi abuela, oyendo cuentos de cuando ella vivía en el campo. La mañana en la que volví de casa de un amigo con resaca, tras el desfase en la fiesta de graduación. Mis sempiternas ganas de no dejar que esta enfermedad de mierda me ganase, siempre matándome con los ejercicios en el patio, para que mi cuerpo estuviera lo más saludable posible.
Quizá mi vida no ha sido un capítulo de los ositos del cariño, pero, ¿qué más da eso? Tengo buenos amigos; no muchos, pero justo los que un antisocial como yo necesita. Tengo a mi amor y me gusta pasar tiempo con ella. Mis libros no son Best Sellers, pero se han vendido bien luego de publicados. No hay mucho por lo que arrepentirme, y sí varias cosas por las que estar orgulloso. Me he enamorado de esta forma loca mía de vivir, contemplando y escribiendo más que hablando.
Hago lo que nunca había hecho: ponerme a comentar con mi mamá sobre la novela que estaba viendo. Al final, acabamos debatiendo sobre algunos chismes del barrio.
-Hacía tiempo no veía a alguien que no se deprime en una situación como esta. -me dice la muerte en el camino de regreso.
-No tengo razón para estarlo. -le digo y genuinamente siento eso. -Oye, ¿quieres compartir un poco de vino conmigo? Me gustaría abrir la botella antes de irme.
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VINO, MUERTE Y CAFÉ
RandomUna recopilación de historias sobre la muerte y todas sus facetas; desde el vino que compartimos con ella hasta descubrir cuánto disfruta su trabajo.