Oía sus pasos acercándose por el corredor contiguo. Era la primera vez en mucho tiempo que me daba igual estar en su presencia. Por fin había vencido yo; ya que esta vez, ninguno de sus trucos le iba a servir para nada. Luego de aparecer por el umbral, se me quedó mirando fijamente. Yo permanecía sentado, apenas pestañeando, forzando una amarga sonrisa, la cual estaba consciente que no encajaba para nada. Pero confieso que no podía evitarlo. El goteo casi no sonaba, era como un murmullo lejano que se abría paso hasta nuestros oídos.
Sus ojos comenzaron a lagrimear al verme. Eso, sinceramente, me produjo escalofríos. Siempre me había parecido repulsiva esa maña suya de querer y odiar a la misma persona. Aunque ya había entendido que los seres como ella no entendían la diferencia.
-¿Por qué hiciste esto? -sollozó.
La habitación estaba hecha un desastre, mis pertenencias se habían vuelto añicos. Nada se pudo salvar de la ira que me había consumido por pasar meses con tan arbitrario verdugo, que me había sometido a humillaciones verbales y físicas. Solo las muletas con las que caminaba descansaban junto a mí, intactas.
-¡No me toques! -le exigí al advertir que se acercaba a mí. Se detuvo en seco. -Creo que la razón de por qué lo hice, tú la conoces muy bien. Así que ahorrémonos la parte donde yo te acuso y tú lo niegas, porque no vale para nada. ―De repente, su expresión mudó de un estado inconsolable a uno pérfido y rabioso.
«Soy libre, por fin lo soy. Me libraré de ti, y de todo lo que representas. Sí hubiera sabido lo que me esperaba, me hubiese cercenado el cuello yo mismo mientras yacía tumbado en el campo de batalla.»
-¡Maldito desagradecido! -bramó-¡Te salve la vida! Habías perdido una pierna en esa batalla, te dejaron ahí para que murieras. Si no llega a ser por mí, ¡no estarías aquí ahora!
-Y supones que debo estar agradeciéndote toda mi vida, ¿es eso? La grandeza está en saber dar sin esperar nada a cambio, aunque no creo que un ser que se alimenta de la fuerza vital de los demás, lo entienda.
-¡Silencio!
-¡No, vas a escuchar! -grité, y sentí cómo mi cuerpo se entumecía un poco. Agarré la larga cadena unida al grillete que aprisionaba la pierna que aún poseía. El hierro caliente me abrazaba las palmas, pero ya me había acostumbrado. -¡O me la enredo en el cuello y moriré! Te quedarás sin esclavo a quien absorberle la energía. Se que es inútil preguntarte por qué has hecho todo esto, está en tu naturaleza. A ustedes no los llaman "buitres" por gusto. Se alimentan de la esencia de los moribundos. -No decía nada.-Hubiera preferido que me dejaras seco y me matarás en el acto.
-Te di la oportunidad de vivir.
-¿A esto le dices vivir?: Estar preso en esta grieta de acantilado, añorando cada segundo de mi existencia volver a sentirme vivo. ¿Esto es vida para ti? ¡Dime!
Extendió las enormes alas negras que salían de la espalda, cuya envergadura era de al menos tres metros.
-¡Debí dejar que te murieras, y que las aves de rapiña te sacaran los ojos! ¡Así es como escarmientan los de tu especie, pudriéndose! Y ahora que lo pienso, hubiera sido un final muy acorde para ti. Naciste sin nada, creciste sin nada. No hace falta que me lo confirmes, lo veo en tu cara de pobre diablo. Estoy segura de que la única manera que encontraste para ser alguien fue alistarte en el ejército y convertirte en carne de cañón. Eres una basura y por ende morirás solo, sin nada... ¡Sin haber tenido relevancia alguna en este mundo!
Se acercó para espetarme eso último en la cara, con una insoportable prepotencia. Era curioso que durante la conversación no se hubiera referido a nada de lo que yo había dicho. Se había limitado a insultarme, a hacer señalamientos hirientes, amorales. Todo para probar que su papel de dama ofendida era el correcto. En su cabeza eso justificaba su total falta de empatía.
Con eléctrica velocidad, desenrollé la cadena de mi cuello, y la enredé en el suyo. Apreté con toda mi fuerza. Me pegue a su cuerpo, ya que con las manos o las alas podía desequilibrarme y aventarme de la silla. Se desplomó y yo caí con ella, pero no deje de apretar hasta algunos minutos después, cuando estuve completamente seguro de que no se movería más. Solté la cadena jadeando. Mis manos casi se habían calcinado, pero había valido la pena. Miré a la mujer buitre. Sus ojos dibujaban pánico y angustia; no por la muerte, me atrevo a apostar que esa angustia llevaba años con ella. La atormentaba constantemente y le succionaba la vida misma, tenía sentido entonces que se alimentara de la de los demás. Supongo que vivir lastimando y no entender por qué no te quieren es uno de los peores infiernos que pueden existir. No le cerré los ojos a la muerta.
Me había logrado erguir y tomar las muletas. Ahora avanzaba hacia la entrada de la grieta para contemplar el mar en el fondo del precipicio. Arrastraba la bola de hierro que quedaba al final de la cadena. Estaba cansado. Había usado mis últimas reservas de energía en librarme de aquel engendro. Todo mi cuerpo describía con más intensidad el entumecimiento. Y el goteo se había hecho tan fuerte, que me taladraba los oídos. Caí al suelo, no podía más. Pero estaba bien así. Me miré el torso, la sangre seguía saliendo de la herida que yo mismo me había hecho, y cayendo en forma de gotas a mi lado.
Nadie vendría a rescatarme de esa grieta en la mitad de un abismo de kilómetros, y ya no quedaba comida de la que ella había traído. Pero al menos, en esos últimos momentos, experimentaba una paz imposible de describir.
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VINO, MUERTE Y CAFÉ
RandomUna recopilación de historias sobre la muerte y todas sus facetas; desde el vino que compartimos con ella hasta descubrir cuánto disfruta su trabajo.