Llovía a cántaros afuera, desde hacía cinco días no escampaba. Nuestra casa estaba en terreno elevado, así que abuela y yo no corríamos el riesgo de que el río que bajaba de las colinas nos hiciera muchos estragos. Mas ese no era el caso de las familias que vivían más abajo, en la meseta donde estaba el camino hacia la ciudad. De hecho, teníamos a doña Hortensia con su anciano padre y sus tres hijos, acomodados en la habitación de huéspedes con catres y hamacas. En mi cuarto estaban durmiendo Onelio, el carpintero que nos arregló la puerta de la cocina con ese extraño martillo que se mueve solo, y su mujer.
Yo estaba hojeando un libro de láminas en la sala, bajo la luz de una vela. Aunque los títulos estaban en francés, no había problemas; pues los espejuelos traductores que me había comprado hacía un año, seguían funcionando a la perfección. De repente, escuché algo rumbo a la cocina antes de echarme en el sofá, así que fui. No había nada ni nadie, salvo un enjambre de mosquitos que me topé con la cara al pasar. El ruido venía de fuera, sonaban golpes en el fango. Quité el seguro de los tres pestillos de la puerta trasera y abrí. Ahí, tirada en el barro, siendo azotada por un torrente de agua, se encontraba una muchacha de más o menos mi edad.
Salí y la zarandeé un poco, parecía inconsciente. Un poco de sangre le brotaba de la cabeza, eso me asustó. A mi abuela no le gusta que me moje con la lluvia, pero no podía ignorar aquello. La levanté con bastante dificultad, pero la levanté. Entré y la llevé hasta el sofá. No iba a molestar a abuela a esas horas, seguro estaba durmiendo profundamente. Así que busqué vendas, alcohol y algodón, y yo mismo le curé el golpe. Respiraba débilmente. Tras curarla y chequear su pulso, fue que me detuve a observarla. Era bonita, de facciones delicadas, de cabello largo y castaño. Estaba muy pálida y empapada. No traía zapatos y usaba una demacrada bata blanca, que le llegaba a las rodillas.
Había pasado tal vez una hora cuando se despertó. Yo la había observado dormir hasta ese momento (no tenía nada más que hacer ya que la muchacha estaba acostada en la que iba a ser mi cama esa noche). Corté un bostezo cuando la vi sentarse sobresaltada.
―¡¿Dónde estoy, qué pasa?! ―preguntó.
―¡Tranquila, tranquila! ―Me escuchó hablar, y me enfocó con sus ojos; eran oscuros. ―Te encontré fuera de mi casa. Estabas inconsciente y con un golpe en la cabeza ―La vi tocándose instintivamente, hizo una mueca de dolor cuando se palpó la venda ―. ¿Sabes qué fue lo que te pasó? ―quise saber.
―Me estaban persiguiendo. ―dijo bajando su tono de voz.
―¿Quién te perseguía?
―Pues, mi dueño. Soy esclava. ―Todo se me esclareció, debí imaginármelo por cómo andaba vestida. Levantó el brazo izquierdo, que le temblaba un poco; y ahí, ajustado a la muñeca, brillaba el infame aro ancho de acero que los esclavos llevaban desde bebés.
Una vez había leído que cuando se los ponen, apenas tienen más grosor que un anillo; pero con la edad, se va ajustando al tamaño del brazo. Esos aros, que no podían ser retirados, eran controlados por los dueños cuando estaban cerca de sus víctimas, sumiendo a los segundos en una tortura por envenenamiento.
―Yo odio la esclavitud, y mucho más a los esclavistas. ―le dije, y noté como su expresión cambiaba, ya no era tan ufana como cuando se había despertado y me había visto. Era cierto, abuela nunca había comprado esclavos, pues opinaba que era una muy denigrante forma de tratar a otros seres humanos.
―Es extraño ―expuso―. La gente como tú suele tener esclavos para que lo...ayuden. ―Me señaló moviendo ambas manos. Era evidente que se refería a la silla de ruedas en la que yo andaba sentado.
―No te preocupes. Si te refieres a mi condición, he aprendido a valerme por mí mismo. Excepto para subir al segundo piso de la casa, ahí tengo que usar el ascendente, y mi abuela tiene que enganchar ahí la silla.
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VINO, MUERTE Y CAFÉ
AcakUna recopilación de historias sobre la muerte y todas sus facetas; desde el vino que compartimos con ella hasta descubrir cuánto disfruta su trabajo.