La iglesia

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Aun a la distancia, su silueta le pareció inconfundible, aunque tenía que admitir que la ropa de civil, sosa y apagada, le había extrañado la primera vez que lo encontró, en ese sitio exacto pocos meses atrás. De momento, le pareció que resultaba una de las pocas formas de contención con las cuáles había dado con el paso de los años, aunque no podía saberlo con seguridad cuando su compañero no se lo había confesado y él no se lo había preguntado nunca, a sabiendas que no tendría respuesta de su parte. O, por lo menos, ninguna que le satisficiera. Era lo que hacía: darle respuestas vagas e inconexas una tras otra que lejos de resultarle interesantes le fastidiaban.

Ahora, estaba con su larguirucha silueta mirando arriba, en dirección al domo de la iglesia. Así, sin negar su repentina e inesperada curiosidad, Fiódor se acercó, pensando que, contrario a lo que aventuró en un inicio, sólo él había tenido ese chispazo de duda que le hizo preguntar, ¿qué ves allí que no podrías haber visto antes? Más magnífico y siniestro. Una sombra que no se iba nunca, sin importar en qué agujero quisieran meterse. El otro diría que se trataba de una jaula, sin duda.

—¿Empiezas a temer un castigo? —preguntó en voz baja una vez que se colocó a un lado del otro. Con discreción, se acomodó la capa, incómodo con el mal clima que solo le recordaba lo precario del estado en que se hallaba su salud últimamente.

—No, eso es lo que haces tú —repuso Nikolái bajando la cabeza, con la mano derecha cubriéndose la mitad del rostro, en un gesto que Fiódor le había visto repetir cada tanto, sin explicación alguna. Una vez más, la mano pálida desprovista de guantes cubrió el parche que se mantenía como lo único que le recordaba su excéntrica indumentaria.

—No lo temo cuando mi trabajo es repartirlo.

—Pensé que dirías algo así.

Fiódor no dijo nada de inmediato. La voz grave y en calma del otro le pareció aún más perversa que la risa y las bromas propias de un arranque de histeria. Entonces, le cruzó por un instante la idea de que pudiera despertar su interés, hasta que se dijo que ya había sido capaz de dar con el punto central para hacerlo moverse.

La motivación.

—Nunca nos dejarán en paz, ¿eh? Uno pensaría que no iban a cometer el mismo error tantas veces más —dijo Nikolái, recorriendo con la mirada desde su puesto de vigía la fachada y luego de vuelta un poco más arriba, a los domos.

—No sé de qué me hablas, casi nunca lo sé —dijo Fiódor exagerando un suspiro mientras encogía los hombros, reparando en que la larga trenza blanca estaba oculta bajo el abrigo, plano y apagado. Quien le hubiera conocido en su punto más bajo, habría creído que aquel bufón no tenía manera de comportarse como le pedían que lo hiciera si buscaba seguir llevando sus bromas a puntos imprevistos.

Se hubieran equivocado en tal caso.

Cuando comenzó el repiqueteo de las campanas, Fiódor buscó el menor cambio en la expresión del otro y no vio gran cosa, lo que le provocó una mezcla de sospecha y animosidad que hasta ese instante había estado aplacada por las muestras de utilidad que, si bien eran contadas, habían sido significativas. Sin embargo, si ese loco era capaz de igualarlo temió hallar más tropiezos en los meses venideros.

Cuando creía que sabía qué podía esperar, le mostraba lo contrario.

—No, sí lo sabes —repuso entonces Nikolái, moviendo los dedos tras la espalda siguiendo el compás de las campanas en aparente disfrute. Cerró los ojos, ladeando su rostro para soltar el aire muy despacio y largamente, como si de pronto se hubiera relajado—. Por eso eres mi amigo.

EL BUFÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora