El santuario

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Nikolái halló sentado a Fiódor en la misma silla vieja de antes, tan anticuada como el resto del mobiliario que databa de la época soviética. Se deslizó al interior de la habitación sin cuidado, aunque no hizo ruido alguno, viéndole despierto. Desde su sitio, les llegó el murmullo de la televisión, que se había vuelto el medio elegido por Sigma para no escuchar sus voces. Resguardado en la cocina, su compañero subió lo más que pudo el volumen, de modo que, tras él, Nikolái cerró la puerta.

—Dos-kun —se anunció, mientras avanzaba encorvado y envuelto en la capa blanca. Aun si sonreía, le desagradaba ese lugar, especialmente ahora que nevaba y comenzaba el mes de noviembre, pero hizo el intento de no mencionarlo cuando contempló de vuelta la ciudad acanalada y las amplias calles por las que distinguía viejos edificios con fachadas que seguían deteriorándose con el paso del tiempo.

Por toda respuesta, el aludido se giró a él, dedicándole apenas un vistazo, donde fue claro que se sintió incordiado con la interrupción, pero, sin dejarse intimidar, Nikolái terminó por hacerse un sitio cerca de la ventana por la cual se veía la nieve caer y revolverse con la suciedad del pavimento, gris y agrietado. Viéndola, llegó a cubrirse su ojo derecho, frente a una punzada de dolor, tan repentina como corta. Habría querido evitar a toda costa regresar a la ciudad, al centro, pero allí estaba, confiando en que Fiódor podía esconderse a la vista de todos.

Arrugó la nariz. En todo el complejo se percibía un aroma a humedad y enfermedad.

—¿Por qué aquí? —preguntó entonces, llevando la mano libre y enguantada a formar un rostro en la ventana empañada. Se sintió reflejado en esa expresión chueca y triste.

—¿Por qué? —repitió Fiódor, intentando amortiguar un gesto de dolor cuando se acomodó en la silla, exhausto luego del traslado que había resultado largo e incómodo—. Por qué ni tú ni Sigma tienen los recursos necesarios como para evitarnos esta pocilga. Servirá.

Nikolái le miró, preguntándose si acaso hubiera esperado que le desmintiera. Aun de haberlo querido, no podía.

—Mi familia tiene dinero, yo no —dijo entonces, aventurando que no había nada que pudiera decir que Fiódor no supiera ya. Su existencia podía ser resumida en pocas líneas, todas bastante superfluas y vacías de significado—. O lo tenía. Un título no es nada.

—Ya creo que no lo es —dijo Fiódor, con la mano escondida en vendas en el regazo, donde se mantenía lánguida. Luego levantó ambos ojos violáceos, enmarcados por ojeras profundas, que daban el aspecto de morados—. ¿Acaso tienes algo de interés que decir para que creas que vale la pena escribirlo?

—¿Lo has notado?

—¿Cómo podría no hacerlo? Estás todo el rato dando vueltas y sin dejar de...

—Digamos que tengo afición por las comedias caseras. ¿Te interesaría escuchar una?

—Desde luego que no —dijo Fiódor con un bufido.

—Crecí viéndolas...

—¿Y por qué pensarías que debo saberlo? Me tiene sin cuidado.

Nikolái se volvió, llegando a esbozar una sonrisa, moviendo las manos en señal de ignorancia. Luego se sentó en el alféizar de la ventana. Extendió su capa, en medio de la cual se formó un círculo dorado, extrayendo desde el interior un montón de papeles repletos de garabatos y otros tachones.

—Comedias caseras —repitió, sosteniendo el buen bonche de hojas sobre el regazo—. Tú turno —dijo, apuntándole con el dedo, como si se vieran en un programa de televisión. Aguardó, expectante pese a que notó el cambio sutil en las facciones de Fiódor hasta que formó una máscara de desagrado. Él, por su parte, acentuó la sonrisa.

—Podredumbre y enfermedades —se limitó a contestar Fiódor con frialdad.

—Ah, de modo que te ha surgido el deseo de volver a tus raíces —apuntó Nikolái, soltando una lluvia de aplausos, tras la cual volvió a escribir, poniéndose pie y ahora dando vueltas en el reducido cuarto.

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