24. Quince razones.

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Capítulo 24. Quince
razones.

«Cuando me preguntaste si habia conocido
el amor. Podría haberte dicho que la
respuesta era si. Y que era en ese
momento».
Marianne, Retrato de uma jovem em chamas.

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-No vas a matarte.

-Tal vez...

-No, no lo harás.

Apreté mi mandíbula mirando al infinito y me negué a seguir con una discusión que no iba a ningún lado. Isaac apoyó su frente en el volante y suspiró cansado.

-No quiero perderte, Aymara...

-Eso es egoísta.

-Todos somos egoístas. Siempre. Incluso tú lo eres en este momento.

Mis ojos se llenaron de lágrimas, así que llevé una de mis manos a mi boca para morderla y así provocarme dolor.

-Estoy cansada -murmuré al rato del tiempo-. Ya no puedo seguir pensando en los demás, lo he hecho toda mi vida, Isaac. Y ya no puedo más. Solo... no puedo. Ya no más.

Él me volteó a ver, desabrochó el cinturón del asiento que me sostenía en mi lugar y me hizo treparme en él de lado, de manera inocente y tierna, sin ninguna doble intención. Me abrazó con tal fuerza que me evitó respirar y escondió mi rostro en la cavidad formada entre su hombro y su cuello.

-Sí puedes. Y si no puedes tú, yo puedo por los dos.

Pude haber sonreído si hubiera tenido espacio para moverme.

-No quiero echarte mis cargas...

-Puedo con ellas.

-Pero no quiero.

-No importa.

Bufé sabiendo que él no se iba a dar por vencido y me escapé de su agarre apoyando mi mentón en su hombro, mirando hacia detrás de la calle. El mundo seguía con su ajetreo, la música seguía sonando en los locales de la calle, una botarga movía su gigante trasero como una lombriz moribunda, un par de personas discutían algo entre risas, ¿Qué había de malo en mí que no podía disfrutar nada de aquello?

-Vamos por un helado de Oreo, unos Cheetos, unas gomitas, chocolates y unos cafés de Starbucks y luego nos vamos a mi casa a cuidarte, ¿Está bien?

Sonreí a medias y apoyé mi cabeza contra la suya.

-Está bien.

El clima fuera de la camioneta se había vuelto frío. El viento levantaba la basura en las calles y llevaba los nubarrones que anunciaban una cercana tormenta de un lado a otro, a su merced, como la mano de un ser cínico que avisaba de la destrucción cercana de nuestros mundos. Así que Isaac subió la temperatura del aire acondicionado, me volvió a colocar en mi asiento y abrochó por mí el cinturón de seguridad, aferrándome al asiento.

-Pon música, de la que quieras -me pasó su celular y me sonrío tiernamente remarcando los paréntesis que enmarcaban su sonrisa-. Quiero que te sientas cómoda.

De nuevo las lágrimas intentaron hacer un asomo a mis mejillas e inundaron mis ojos dificultándome la vista, aún así solo respiré profundamente un par de veces y éstas se fueron.

Busqué YouTube Music y coloqué en los altavoces de la camioneta Girassois de Van Gogh cantando en voz baja con un portugués horrible que sonaba aún peor con mi voz quebrada.

Dios, ese día había estado a punto de matar a alguien. La culpa me carcomía y que Isaac no me juzgara de alguna manera me dolía más. Necesitaba que me odiara, que me viera como yo me veía, que entendiera que él era un ángel y no quería arrastrarlo a mi infierno.

El sepulcro de las floresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora