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Por fin después de dos años regresaba a su hogar. Ahora era muy diferente a como era cuando se marchó de Terrassa. A sus veinticuatro años, Violeta había madurado entre las elegantes calles de Nueva York y los suntuosos restaurantes. Su trabajo la había hecho más responsable y paciente, más distinguida y sensata de lo que fue en alguna ocasión.

Tras meses de tratar con extravagantes personajes, entre los que podían llegar a catalogarse tanto artistas como clientes, estaba totalmente preparada para volver a ver a Chiara Oliver y no saltar ante sus provocaciones.

Esta vez venía decidida a no caer de nuevo entre sus brazos como una joven insensata y buscar al fin a esa persona ideal que la estaba esperando en algún lugar. Si por un casual Chiara Oliver Williams conseguía mostrarle que ella era esa persona, tal vez, sólo tal vez, se rendiría a la evidencia y accedería a su alocada propuesta.

Hacía un año que había cambiado su viejo coche por uno nuevo y más exquisito, mucho más lujoso y apropiado a su nueva imagen de mujer de negocios, un deportivo descapotable de color plateado que apenas aparentaba ser de segunda mano. Gracias a las comisiones de sus ventas en la galería de arte, había conseguido ahorrar algo para poder decidir qué hacer en esos instantes en los que retornaba a casa sin un rumbo concreto marcado en la vida.

Lo primero sería buscar a sus hermanas para sorprenderlas con su llegada adelantada y su nueva imagen de chica perfecta. ¿Serían capaces de reconocerla con su nuevo aspecto?
¿La reconocería Kiki después de tanto tiempo? ¿O podría jugar un rato con ella simulando ser otra?

Tal vez podría enredarse con ella en un bar, seducirla en el baño y después de besar esos excitantes labios, de acariciar esos fuertes brazos y ese musculoso abdomen, de dejarse avasallar por su pasión salvaje y penetrar por sus dedos mientras observaba la imagen de ambas en el espejo y le confesaba entre embestidas quién era, entonces ella...
¡Mierda! Todavía no la había visto y ya se estaba volviendo loca de deseo, ¿se puede saber qué narices tenía Chiara Oliver para hacerla recaer siempre ante su persona? Lo mejor sería buscar a sus hermanas y olvidarse de aquella ojiverde por un tiempo, al menos hasta que sus hormonas dejaran de estar revueltas y su cuerpo estuviera menos avivado.

Violeta Hodar aparcó delante de la tienda de alimentos del señor Alfred, bajó de su coche dejando a todos los curiosos de los alrededores con la duda acerca de quién sería ella, cerró con delicadeza y guardó las llaves en su bolso rojo de Tous, regalo de un artista algo chiflado por haber vendido todos sus cuadros.

Violeta se dirigió con paso firme hacia la tienda sobre sus tacones rojos de diseño y buscó entre las personas de la tienda a Alfred, uno de los cotillas más grandes del lugar. Si él no sabía dónde estaban sus hermanas, entonces no lo sabía nadie.

—Buenos días, señor Alfred, ¿me podría decir dónde están mis hermanas? Estoy deseosa de volver a verlas después de tanto tiempo, por cierto, lo veo igual de joven que siempre— comentó Violeta sonriente.

—Esos modales tan refinados y de perfecta señorita solamente pueden ser de Violeta Hodar— dijo sonriente el viejo tendero mientras la abrazaba fuertemente con cariño.

—A ver que te vea— expresó apartándola de sí para fijarse otra vez en su nueva imagen.

—Apenas te reconocería si no fuera por tus exquisitos modales. ¿Y bien? ¿Vienes para quedarte, o te irás con tu arte a otra parte?—
bromeó el señor Alfred.

—Por ahora me quedaré un tiempo— respondió Violeta, —Hasta que decida qué hacer. ¡Quién sabe! A lo mejor monto aquí un negocio propio y me quedo para enseñarles a todos lo que es el arte.—

—Oh, aún recordamos en este pueblo tu artística colaboración a la cabalgata aquel año— se rió Alfred al rememorar viejas trastadas de esa jovencita.

Mi perfecta señoritaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora