Desconocía si estaba amaneciendo o atardeciendo, porque el color anaranjado que entraba por la ventana podría adjudicarse a ambos.
Natalie tampoco recordaba con claridad el momento en el que había caído dormida sobre ese colchón. Los recuerdos acudían a su mente, como si estuvieran recubiertos por una capa de escarcha que le impedía observarlos con nitidez: el incendio que se prendió en el local, el enfrentamiento que mantuvo con Meyer, el dolor en su dedo pulgar e índice y Leopold. La herida de Leopold. Natalie impidió que la trasladasen a un hospital, ella se trató los dedos como hubieran hecho en emergencias. Rememoró brevemente a William, quien la acompañó al apartamento, mientras luchaba contra su impulso de dormirse en mitad de un pasillo. Ahí terminaban los recuerdos. Natalie llevaba despierta demasiado tiempo, contemplando el techo y las grietas que lo recorrían. Esbozó una mueca al percatarse de que había pagado demasiado por un lugar que no correspondía con las condiciones expuestas. No obstante, era demasiado tarde, no pediría el dinero. Se tumbó sobre un costado y aplastó la mejilla izquierda en la almohada. Notaba martillazos en las sienes, su lengua y garganta estaban demasiado ásperas.
Tenía que levantarse y hacer frente a lo que le esperaba en la otra estancia.
Retiró las sábanas de su cuerpo, descubriendo que portaba un vestido de lana. ¿Cómo de cansada estaba para decantarse por dicha prenda? Omitió sus preocupaciones y se incorporó, tambaleándose hacia los laterales. Había dormido mucho, demasiado. Pero al menos ya no notaba esa extraña sensación en los brazos y en el estómago. Palpó las paredes desnudas, buscando el interruptor, pero se sorprendió al toparse con las cortinas.
Las descorrió y emitió un quejido cuando la luz entró en contacto con sus ojos.
—Es de día. Muy de día —masculló, frotándose la cara.
Arrastró los pies descalzos hacia la única puerta del dormitorio, abriéndola con mucha lentitud. Quizá William estuviera dormido o haciendo cualquier otra cosa fuera de casa... Interiormente, ansiaba preguntarle sobre Leopold, porque no recordaba qué había ocurrido con él después de subirle en el vehículo con la ayuda de William. Le parecía inusual que su memoria estuviera tan trastocada; no había consumido más que un poco de alcohol. Ni siquiera tomó un segundo sorbo. Se limitó a humedecerse los labios. De repente, William apareció por la derecha y tuvo que agarrarse al marco de la puerta por la impresión.
—¿Por qué no me has llamado? —le reprochó William antes de que abriese la boca.
Colocó un tosco libro sobre el mueble de la entrada y se acercó a ella con celeridad.
—No debes caminar ni esforzarte. La doctora te ha recomendado que guardes reposo hasta que tu cuerpo haya terminado de eliminar la sustancia —le recordó, molesto.
—¿Qué sustancia? ¿Qué estás diciendo, William?
—Lo que bebiste en el local, el alcohol contenía una droga para dejarte inconsciente. Debido a que no consumiste más que un sorbo, los efectos fueron mínimos, aparecieron posteriormente. Te llevé al médico, aunque te negaste a que te tratasen los dedos. Apuesto a que te sientes como si tuvieras resaca —adivinó—. Te traeré un vaso de agua. También las pastillas. Sí, en plural. La doctora te aconsejó que te mantuvieras hidratada y...
—¿Dónde está Leopold? —le interrumpió, escrutándole el rostro.
—Temía que preguntaras eso.
Le ayudó a que tomara asiento en el único sillón, que resultó ser más cómodo de lo esperado. Empleó una manta de algodón para cubrirse hasta la cintura y siguió el cuerpo de William con la mirada, viendo cómo desaparecía por otra de las puertas para regresar con varios elementos entre sus manos. En la derecha cargaba un vaso de agua hasta arriba, mientras que en la izquierda portaba la pastilla que tomaba para las molestias de oído y otras dos de tonos azulados. Se sentó junto a ella y depositó los elementos en la mesa, apartando otro libro. Tuvo la oportunidad de leer el título antes de que fuera escondido bajo el cojín. En pocas palabras contaba la historia de uno de los mayores criminales de Estados Unidos; un hombre que ya no se encontraba en el mundo de los vivos. Quiso preguntarle qué le había impulsado a comenzar dicha lectura, pero se contuvo cuando vio que le pasaba la medicación. Volvió a sentirse como una niña que estaba castigada.
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Cuarenta problemas [Los Ivanov 2] [COMPLETA]
RomanceSegundo libro bilogía Los Ivanov. Si le dieran una moneda por cada mentira que ha ideado, Natalie podría erigir un castillo de oro en el centro de Nueva York. A sus veintitrés años, la primogénita de un célebre magnate estadounidense parece tenerlo...