Catherine no se distanció de su marido durante las dos semanas que Dimitri estuvo en la camilla del hospital. Por muchas quejas que su boca profiriera o sus incansables ánimos de querer incorporarse, Catherine logró persuadirle para que guardara reposo. Aunque los médicos lo considerasen fuera de peligro, querían asegurar su completa recuperación. La tarea de someter a Dimitri resultó ardua, porque no dejaba de repetir que Leo —el nombre que Natalie no deseaba escuchar más veces— no tenía ningún derecho a provocar semejante dolor a su niña. Ambas mujeres eran conscientes de que Leopold abandonó Australia solo porque evitó que Natalie le diera explicaciones, pero no le llevaron la contraria.
Las discusiones agravarían su estado, y no buscaban más complicaciones en su salud.
El tiempo transcurrió de manera veloz. Dos días después de que Dimitri fuera dado de alta, consiguió los permisos médicos para montar en un avión. Tendría que ir acompañado de un séquito de enfermeros durante el vuelo, lo cual no terminaba de importunarle. Solo pensaba en regresar a Seabrook, a su hogar emplazado frente a la playa, donde el resto de la familia aguardaba su retorno. Natalie ocupó el asiento que estaba pegado a la ventanilla redonda, siguiendo con la mirada al grupo de hombres que revisaban un avión próximo a el que ellos usarían, en la pista de despegue. Pese a estar acompañada por sus padres, ella tenía la sensación de que regresaba a Estados Unidos a solas. De camino a Australia gozó de la insólita presencia de William. Durante los meses que habitó en esa casa, también se entretuvo con los besos de Leopold. Mencionarlo, aunque fuera accidentalmente, reabría la herida imposible de cicatrizar, aquella que le atormentaba incluso en sus pesadillas.
La incertidumbre era tal que no encontraba consuelo para su suplicio.
—Natie, intento hablar contigo —le dijo su padre desde su asiento delantero, haciendo caso omiso a las insistencias del enfermero de emplear las vías que le ayudarían a respirar. Asió su brazo de la cálida mano del muchacho y centró la atención en ella—. Estás muy pensativa últimamente. ¿Quieres hablar de algo con tu viejo? —le ofreció.
—No será necesario. Me repondré.
—Yo también detestaba el amor —comentó, estirando las piernas. Natalie sonrió al percatarse de las pretensiones de su padre (ocupar también el asiento contiguo para evitar que los enfermeros lo tomaran), y se alegró de que su estado de humor no se hubiera visto alterado tras el infarto—. Hasta que apareció tu madre. Literalmente, esa moza de ahí me abrió un mundo poblado de nuevas y fascinantes posibilidades. Ahora estamos casados, con cuatro... tres hijos hermosos, un trabajo próspero y una salud que irá a mejor.
Aprovechó que Catherine paseaba de un lado a otro para azotar su trasero, provocando que la aludida le chillara y que Natalie pusiera los ojos en blanco. Desvió la mirada hacia la ventanilla mientras presenciaba de fondo cómo su madre le reprochaba sus actos tan inapropiados. Dimitri no solo la escuchó, sino que acató sus órdenes y se levantó unos centímetros del asiento para alcanzar los labios de su esposa. Natalie permaneció ajena a esas demostraciones de cariño, pues, cada vez que las presenciaba, notaba su corazón fragmentarse en mil pedazos. Una de las azafatas les pidió educadamente que se abrocharan los cinturones, y eso hicieron. Natalie hundió las uñas en el escabel del asiento, mientras rezaba para un despegue rápido. Respiró hondo y exhaló el aire con lentitud, repitiéndose que las turbulencias disminuirían una vez que el avión se estabilizara en el aire.
A pesar de sus insistencias, se mareó (cuanta más distancia había al suelo más aumentaba la presión, y eso afectaba gravemente a su problema de oído). Hurgó en su bolso de mano y extrajo multitud de elementos hasta encontrar la medicación. Desenroscó el tarro naranja, se echó una pastilla a la boca y tras acompañarla con agua, se recostó en el asiento.
—He olvidado comentar que Peter ha adquirido un apartamento junto a la universidad de Houston —musitó Catherine, sentada cerca de ella—. No he podido disuadirle. Sé que sus clases no comienzan hasta dentro de unas semanas; sin embargo, Peter quiere irse un poco antes para adecuarse a su nueva vida. Me preguntaba si puedes ayudarle con el traslado... y de paso asegurarte de que no cometa ninguna estupidez —le pidió.
—Me parece bien —murmuró Natalie sin abrir los ojos. Había encontrado una posición bastante cómoda que paliaba su malestar—. ¿Qué otra cosa podría hacer a partir de ahora? Desempacar las maletas, ayudarle con la decoración del apartamento, impedir que prenda fuego a la casa en su primera noche... Soy la hermana mayor. Tengo que cumplir mi rol mientras pueda. —Su comisura tembló levemente por el nerviosismo.
—No me preocupa que prenda fuego a la cocina —desveló Catherine.
—¿Chicas? —insinuaron Natalie y Dimitri al unísono.
Dimitri se echó a reír y sus sonoras carcajadas se contagiaron a Natalie.
Lo cierto es que había estado muy preocupado por Natalie, por la discusión mantenida en la habitación de hotel. Se preguntaba si le guardaría rencor por apartarla de ese hombre, y se arrepentía del impulso que le dominó en el aeropuerto. Dimitri había decidido poner solución a ese problema: invertiría sus propios recursos en localizar a ese tal Leopold, la persona que parecía hacer feliz a Natalie. Lo último que buscaba era parecerse a su antecesor, a su padre. Arreglaría sus errores y esperaba que Natalie le permitiera hacerlo.
—Peter ha intentado presentarnos a tres novias formales en lo que lleva de año. Pero, por motivos que desconocemos, la relación termina antes de llegar a nosotros —respondió Dimitri en esa ocasión. Quería informar a su hija de lo que se había perdido en los últimos meses—. Es imposible negar que Peter es como yo, tan seductor y atractivo que acapara la atención de las adolescentes. —Acomodó su camisa como si ese gesto restara importancia a los piropos que se había dedicado a través de su hijo—. Por eso comprendo que, en parte, tenga problemas con el amor —completó, entrelazando las manos en su abdomen.
—Añade el narcisismo a tu lista —pidió Catherine—. A tu hermano le vendría muy bien pasar tiempo contigo. Durante tu ausencia su estado de ánimo decayó mucho. Habéis estado muy unidos incluso antes de que él naciera y no estoy exagerando: cuando estaba embarazada solías hablarle a mi vientre como si realmente fuera a contestar. De hecho, le nombramos de esta manera porque tú lo elegiste —le recordó, mirándola a los ojos.
—Creo que me acuerdo de algo, vagamente. Estábamos en casa de Patrick, ¿cierto?
—Así es.
—Adiviné que sería un niño gracias a mis poderes mágicos —bromeó, y al fin miró a las personas que la contemplaban con ternura. De hecho, no apartaban la vista de su rostro y sus sonrisas la hacían sentir incómoda—. ¿Qué leches os pasa? No me observéis como si fuera un peluche. ¿Es que tengo algo en la cara? —Se tocó las mejillas y la frente.
—Hemos pasado mucho tiempo distanciados. Tampoco ha sido agradable averiguar ciertas cosas que mantenías ocultas por tu trabajo. A lo que pretendo llegar... —Catherine emitió un suspiro, mirando de reojo a su marido—. Nos alegra tenerte de vuelta, Natalie. Nos hemos percatado de que has sufrido un importante cambio positivo para ti. Antes de tu marcha, apenas podíamos mantener una conversación sin sacar a relucir tu orgullo. En eso te pareces mucho a la persona que tengo al lado. Pero, ¿ahora? Pareces tan... humana.
Su tono era dulce y cariñoso, pero Natalie no supo cómo tomarse aquello.
Durante mucho tiempo había adoptado esa idea como un insulto. Para ella la mayoría de la humanidad era débil, y no porque pudiera fracturarse un hueso con facilidad o fallecer después de una prolongada enfermedad. Las emociones siempre han sido y serían su principal problema. Padecía por amor, lloraba de felicidad y de tristeza, se molestaba por hechos que ni siquiera tendrían que ser de su incumbencia. Ella había evitado todo aquello poniéndose su máscara, la misma que le había protegido de mostrar sus sentimientos.
Gracias a William, y especialmente a Leopold, se deshizo de ella y la arrojó al contenedor de basura con la intención de no regresar. Pero cada vez le costaba más mantenerla alejada. Evadió elaborar una respuesta acomodándose de espaldas a ellos. Centró su atención en las nubes que surcaban los cielos y en los diminutos rayos de sol que conseguían filtrarse entre estas. Poco a poco el sueño fue ganando la batalla y cayó rendida en menos de lo que cantaba un gallo. Durmió profundamente después de varios días en los que sus pesadillas habían sido su principal acompañante. Ahora, con la seguridad de que su padre no perecería en una camilla de hospital, podría conciliar el sueño.
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Cuarenta problemas [Los Ivanov 2] [COMPLETA]
Roman d'amourSegundo libro bilogía Los Ivanov. Si le dieran una moneda por cada mentira que ha ideado, Natalie podría erigir un castillo de oro en el centro de Nueva York. A sus veintitrés años, la primogénita de un célebre magnate estadounidense parece tenerlo...