La reunión celebrada no le aportó ninguna novedad sobre su futuro. Habían tratado el principal problema —cómo proporcionar protección a los afectados—, pero, básicamente, continuaba la incertidumbre de qué hacer con ella. Sería de tontos tomar una decisión sin cerciorarse; sin tener la certeza de que los enemigos de Harold acudirían a ella en vez de a su padre. Guardó el coche en el garaje, emitiendo un profundo bostezo, y echó un vistazo a su reloj de pulsera: eran las dos de la madrugada pasadas. La noche anterior apenas fue capaz de conciliar el sueño, por lo que sus ojeras habían aumentado considerablemente.
No veía la hora de tumbarse en su amplia cama y envolverse en las sábanas.
Arrastró los pies descalzos por las escaleras, cargando los tacones en una mano y dos maletines en la otra. Los vecinos de la urbanización estarían más que dormidos, esperaba que la puerta del garaje no les hubiera importunado. Buscó las llaves en el bolso, apoyándose en el marco de la puerta para sostenerse. Nunca había estado tan exhausta. Mientras rebuscaba entre los folios, la cartera y varios caramelos, pensó en Daisy y en las decenas de noticias que tendría que darle cuando se vieran en persona. Le mostraría una fotografía de William, probablemente lo añadiría a su lista de «hombres con potencial para mi (no tan) futuro marido». Consiguió adentrarse en el apartamento tras varios intentos de introducir la llave. Palpó la pared desnuda hasta alcanzar el interruptor y cerró los ojos en cuanto se prendió la luz. El contraste entre la oscuridad del exterior y la luminosidad de la lámpara dañó levemente su retina, dando lugar a que derramase algunas lágrimas.
Arrojó los tacones a un lado del corredor y comenzó a desnudarse. Las prendas cayeron una a una mientras realizaba el camino hacia el cuarto de baño, pulsando los botones que activaban el agua cálida y las sales de baño. Recogió su cabello en una coleta alta (prefería lavárselo por la mañana, de lo contrario tardaría más de media hora en desenredarlo, alisarlo y secarlo) y se introdujo en la bañera de mármol blanco. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás; disfrutando de la sensación que el agua templada le transmitía. Recapacitó sobre los hechos acontecidos durante ese día, desde que arribó a la industria hasta que acabó sentada en torno a la mesa central de su sede, prestando atención a las palabras que su jefe había dejado escritas en varios documentos. Se frotó los brazos y las piernas con las pastillas de jabón, creando burbujas, y una vez que se consideró lo suficientemente aseada como para enrollarse en la toalla, decidió cortar la fuente de agua. Abandonó la bañera, y en cuestión de quince minutos Natalie se encaminaba hacia su dormitorio.
Ya dispondría de tiempo para ordenar la casa por la mañana.
Se enfundó en un vestido de seda que empleaba para dormir y apartó las sábanas, tumbándose en el colchón. Natalie cayó en los brazos de Morfeo en segundos, vaciando cada rincón de su mente para llenarla de coloridos sueños. El reloj de la cocina marcó las cuatro y media de la mañana cuando un sonido alcanzó la habitación. La joven parpadeó poco a poco, con pesadez y cansancio, incapaz de comprender de dónde provenía el estruendo.
Quizá algún vecino había madrugado para ir a trabajar. Las calles, al ser tan solitarias, generaban un eco capaz de recorrer toda la manzana. Un mísero ruido sonaría como si un terremoto se estuviera aproximando desde el otro extremo de la calle. Intentó conciliar el sueño de nuevo, sin embargo, unas pisadas en la planta inferior dieron lugar a que abriera los ojos de manera desmesurada y tomara asiento en el borde de la cama; forzándose a... a espabilarse, a prestar atención a lo que se estaba produciendo en el interior de casa.
—Despejada —comentó alguien.
—Está en la planta superior. Repito: está en la planta superior —anunció otro.
El corazón de Natalie comenzó a palpitar frenéticamente, de un modo similar al galope de distintos caballos. Un grupo de personas había logrado burlar la seguridad sin que la alarma diera el aviso. No pudo mover ni un mísero músculo, tratando de asimilar los hechos. Entonces, veloz como un rayo, se incorporó (sin realizar el menor ruido) y desplazó las almohadas, introduciéndolas dentro de las sábanas. Simuló que continuaba en su espléndido sueño, y aunque no fuera el mejor truco, le proporcionaría algo de tiempo. Caminó en puntillas al armario, extrayendo unos pantalones y una camiseta reforzada. Se deshizo del vestido de seda y se colocó las prendas en menos de veinticinco segundos, calzándose unas botas de estilo militar. En caso de necesitar correr o saltar vallas, precisaría de una ropa cómoda.
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Cuarenta problemas [Los Ivanov 2] [COMPLETA]
RomanceSegundo libro bilogía Los Ivanov. Si le dieran una moneda por cada mentira que ha ideado, Natalie podría erigir un castillo de oro en el centro de Nueva York. A sus veintitrés años, la primogénita de un célebre magnate estadounidense parece tenerlo...