Despertó sobresaltada por culpa de las turbulencias. Casi se levantó de un salto cuando las ruedas del avión entraron en contacto con la pista de aterrizaje, clavando la vista en el botón rojizo que señalaba la obligación de tener el cinturón abrochado. Sus padres hablaban tranquilamente sobre temas triviales, tales como la empresa o la universidad. Intentó tranquilizarse, repitiéndose que no ocurría ninguna emergencia. «Solo has despertado con brusquedad por culpa del aterrizaje», se dijo. No tardó en identificar la estructura del aeropuerto en el que estuvo hace... ¿Cuánto exactamente? ¿Tres meses?
—La Bella Durmiente ha despertado —anunció Dimitri tan pronto como les informaron de que habían tocado tierra. Se incorporó, a la vez que se quejaba del dolor de articulaciones (el dolor era mayor de lo habitual por las horas que había pasado sentado) y extendía una mano hacia Catherine—. No veo la hora de tumbarme en mi sillón de cuero. Hoy y mañana me daré un respiro de las industrias. Dejaré que otro se ocupe de mis tareas.
—Tendrías que delegarlas durante un mes, como mínimo —le reprochó Catherine.
—¿Quieres que la herencia se vaya al traste? —ironizó.
—No discutáis ahora —pidió Natalie con voz somnolienta—. ¿Qué hora es?
—Las seis de la tarde. Hay dieciséis horas de diferencia entre Australia y Estados Unidos. Te costará un poco adecuarte de nuevo al cambio —contestó su madre.
Le hizo un gesto a Dimitri para que se adelantara y las esperasen en el aeropuerto.
Primero necesitaba comentar, a solas, algo con ella.
Una vez que la silueta de Dimitri desapareció del vehículo, Catherine ayudó a Natalie a ponerse en pie y tomó su equipaje de mano. La joven estaba tan adormilada y exhausta que apenas se percataba de dónde pisaba. Bajaron juntas las escalerillas de metal y Natalie le regaló una tímida sonrisa, sintiéndose de nuevo como esa niña que necesitaba la ayuda de su madre para bajar una pendiente muy inclinada. La joven se desperezó en cuanto sus zapatos alcanzaron tierra firme y se descalzó ahí mismo, quitándose los tacones sin preocuparse por manchar las medias con el asfalto ennegrecido por las ruedas de los aviones.
—Lo siento, no aguanto más con esto. Me he acostumbrado a caminar sin ellos y ahora me es una tortura soportarlos durante más de una hora —dijo, cargándolos en la mano.
Se percató de que Catherine no le reñía. De hecho, estaba muy callada.
—¿Qué ocurre? —se interesó, fijándose en cómo jugaba con su anillo de bodas.
—Llevo todo el vuelo preguntándome una cosa.
—Y asumo que esa cosa no es de mi agrado.
—¿Qué te impidió ir tras Leopold una vez que supiste que tu padre se recuperaría?
Natalie balbuceó. No esperaba que su madre quisiera tratar ese tema.
—Sé que él no querrá hablar —sentenció, andando con más celeridad.
—Bueno, no lo has intentado, así que desconoces cómo reaccionará.
—Si por algún milagro consigo averiguar su ubicación, lo último que deseará es estar conmigo. Justo antes de que papá interviniera me estaba preguntando si, en realidad, todos mis «te quiero» eran verdaderos y no un simple premio de consolación. Nada más asegurarle que lo nuestro era tan auténtico como nuestra inminente escapada, me fui sin dejar rastro. Por muchas palabras que diga, por muchas explicaciones que salgan de mi boca, él no las creerá —masculló. Cuanto antes tachara el tema, antes pasaría página—. He asumido que no soy una persona que esté destinada a otra, como papá y tú. Soy una solitaria.
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Cuarenta problemas [Los Ivanov 2] [COMPLETA]
RomansaSegundo libro bilogía Los Ivanov. Si le dieran una moneda por cada mentira que ha ideado, Natalie podría erigir un castillo de oro en el centro de Nueva York. A sus veintitrés años, la primogénita de un célebre magnate estadounidense parece tenerlo...