Natalie presionó ambas manos sobre su vientre.
Situada en frente del espejo de brocados dorados e igual estatura que ella, escrutó con sus singulares ojos cómo la curvatura de su vientre se hacía más pronunciada. Se alzó la camiseta del pijama de tal forma que la piel morena quedara a la vista y giró de izquierda a derecha para apreciarlo desde cada ángulo posible. Cuatro meses de gestación. ¡Cuatro! ¿Cómo diantres no se había percatado de ello? Ni siquiera había considerado la posibilidad de que su útero albergara un nuevo miembro de la familia. Frunció el ceño y trasladó la yema de los dedos hasta la parte inferior de su abdomen, donde ejerció una leve presión para luego soltarla. Esperó unos segundos hasta que, de repente, percibió como respuesta un diminuto golpe por parte del bebé. Natalie emitió un suspiro que denotaba más alivio que felicidad. Desde las últimas revisiones con la doctora Keller, quien había sido siempre la doctora ocupada de los embarazos en su familia, la angustia de que aparecieran nuevos inconvenientes le había arrebatado sus preciadas horas de sueño nocturno.
Por culpa del estrés provocado en el accidente automovilístico y el paro cardíaco que sufrió su padre, los riesgos de aborto se habían multiplicado por cien. La amable doctora le había recomendado reposo absoluto durante los próximos meses, ya que en más de una ocasión Natalie se había presentado en la consulta con la tensión levemente elevada. Aunque no comportase ningún riesgo grave, la doctora le advirtió que a la larga podría poner en riesgo su vida y la del feto. Descansar, pasear alrededor de treinta minutos y no hacer nada más que tumbarse en el sillón de su nuevo hogar. Eso era lo único que Natalie tenía permitido realizar. Acomodó la camiseta del pijama y caminó descalza por el entarimado de madera, localizando el sillón de tonalidad caqui en la distancia. Se había mudado hacía poco, por lo que todavía no estaba acostumbrada a la disposición de la amplia casa.
«Allá vamos», se dijo después de tomar asiento.
Depositó el portátil en su regazo y revisó los últimos cambios efectuados en su cuenta bancaria. Se aseguró por decimoctava vez que los trámites se habían ejecutado sin ningún problema y que legalmente la casa era suya. Tan pronto como la matrona comprobó mediante una ecografía que realmente estaba embarazada, Natalie se puso manos a la obra y localizó un hogar que encajara dentro de sus planes: habitaciones para albergar a más de cinco personas (nunca se podía estar segura de cuándo sus padres podrían ir de visita), un emplazamiento más próximo a la costa que a la ciudad (no deseaba padecer los constantes ruidos de la gran ciudad noche tras noche, con el característico sonido de la sirena de los policías o las ambulancias) y, por encima de todo, buscaba que fuera acogedor.
La chimenea que coronaba el salón le otorgaba justo ese toque. Encogió los pies y los ocultó debajo de la manta de pelo, sintiéndolos tan fríos que podría confundirlos con unos cubitos de hielo, y apagó el portátil en cuanto divisó la hora en el reloj de cuco situado en la mesa de madera. Sobre esa superficie mantenía un grupo de revistas atrasadas de moda y las últimas cartas que había recibido del hospital. También había una fotografía de Leo, la misma que contemplaba todas las noches cuando se sentaba en ese sillón.
—Es hora de visitar a tu padre —le anunció a su vientre.
Natalie evitaba pronunciar la palabra bebé por una sencilla razón: debido a que Leopold iba a perderse gran parte del embarazo (a veces temía que no estuviera a su lado con las contracciones o en el mismo parto), había tomado la decisión de no conocer los detalles como, por ejemplo, si su útero portaba uno o dos bebés. También le había suplicado a la doctora que tuviera cuidado a la hora de hablarle, puesto que tampoco quería conocer el sexo. Natalie se había boicoteado con tal de situarse al mismo nivel de Leopold. Dentro de lo que cabe, evidentemente. Le gustaba estar bien informada sobre cómo avanzaba el embarazo; sobre las posibles complicaciones que podría encontrar durante el último trimestre o cosas por ese estilo. Por fortuna, todo marchaba como la seda.
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Cuarenta problemas [Los Ivanov 2] [COMPLETA]
RomanceSegundo libro bilogía Los Ivanov. Si le dieran una moneda por cada mentira que ha ideado, Natalie podría erigir un castillo de oro en el centro de Nueva York. A sus veintitrés años, la primogénita de un célebre magnate estadounidense parece tenerlo...