Natalie se enfundó en su mejor vestido de gala.
Era de tonalidades burdeos, con una obertura en el lateral que mostraba sus esbeltas y morenas piernas, e iba engarzado en torno al cuello con seda. Se colocó el pinganillo, con cuidado de no activarlo antes de tiempo y lo ocultó detrás de su cabello. Pronto escucharía la voz de su nuevo compañero, el cual le indicaría qué hacer. Leopold había manifestado su indisposición por aparecer en dicho evento, alegando que tenía otro problema de mayor envergadura. A Natalie le hubiera gustado estar informada del tema, no obstante, no tuvo la oportunidad de charlar con Leopold antes de que subiera a su moto y desapareciera.
Ahora se hallaba a solas con ese extraño, en mitad de Central Park. Harold había elegido dar una rueda de prensa en ese sitio, en vez de formalizarlo en la Casa Blanca, como sus antecesores, porque creía que de ese modo la población simpatizaría con su partido. El cometido de ella era, una vez más, cerciorarse de que nada saliera mal durante el primer discurso oficial del presidente. Distinguió a sus padres entre los presentes, acariciando la mano de Catherine mientras ambos charlaban con Charlotte Bowman. La rubia de curvas pronunciadas y sonrisa brillante se mostraba igual de deslumbrante que de costumbre, le recordaba a una estrella de Hollywood con el vestido azul de volantes. Ninguno se percató de la presencia de Natalie, estaban demasiado absortos en la conversación.
—¿Tienes visión de todo el parque? —preguntó Natalie, alejándose de su familia para aproximarse al cordón de seguridad. La joven alzó la vista hacia el edificio, donde debería situarse su compañero junto con un M40—. Es tu primera misión de campo —le recordó con un evidente tono de advertencia—, intenta no meter la pata con el presidente.
—Le distingo perfectamente, no habrá problema para cubrir el escenario —respondió al cabo de unos segundos, pronunciando cada letra con un marcado acento británico—. Por cierto, ¿cómo era tu nombre? Esta mañana me han dado tantas instrucciones, que...
—Me llamo Natalie. Y ahora concéntrate en la parte que te corresponde.
Cortó la comunicación temporalmente, aferró la falda del vestido y procuró trasladarse sobre las losas dispuestas como camino. La gran carpa blanquecina cubría casi un kilómetro, situándose bajo ella el escenario, las mesas, sillas y unos estandartes en los que identificó a su padre. Su familia había sido asignada a una de las primeras mesas, las más próximas al escenario. Y eso no le agradaba por muchos motivos. Entre ellos, debería medir cuidadosamente sus palabras y sus actos para no exponerse ante sus padres.
—Buenas tardes, presidente —se presentó ante Harold, intercambiando un apretón de manos amistoso. Atisbó que Catherine y Dimitri ya habían ocupado sus correspondientes asientos, exceptuando un tercero, que estaba destinado para ella—. Veo que ha reunido a un numeroso grupo de personas. Espero que no esté nervioso —sonrió cordialmente.
—En absoluto. He dedicado parte de mi vida a esto. Perdí el pánico escénico cuando actué como Hamlet en una obra de teatro del instituto —bromeó, entrelazando las manos tras su espalda. Harold se balanceó un poco, en señal de inquietud—. Antes de subirme a este escenario, quiero intercambiar unas palabras con usted. En privado. Si le parece bien, me encantaría que me acompañase a mi camerino —le ofreció, entrecerrando los ojos.
—Por supuesto —aceptó de inmediato.
Desconcertada, abandonó el estricto horario que regía sobre el evento y le persiguió a través de los cientos de guardias de seguridad, atravesando otras dos carpas más pequeñas para alcanzar el camerino. Ascendió las empinadas escaleras sin ayuda, alzándose la falda para no pisotearla. Harold pensó que no sería capaz de mantener el equilibrio portando el calzado más incómodo que había visto. Pero se sorprendió al ver que ella caminaba como si estuviera descalza. Cerró la puerta y se aclaró la garganta, sin saber cómo hablar del tema.
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Cuarenta problemas [Los Ivanov 2] [COMPLETA]
RomanceSegundo libro bilogía Los Ivanov. Si le dieran una moneda por cada mentira que ha ideado, Natalie podría erigir un castillo de oro en el centro de Nueva York. A sus veintitrés años, la primogénita de un célebre magnate estadounidense parece tenerlo...