Los planes se han visto ligeramente alterados. Justo cuando nos disponíamos a partir, Leopold ha tenido la magnífica idea de conseguir un vehículo que no estuviera registrado. Utilizar el coche de la asociación es imprudente, además de peligroso, y no podemos permitirnos el lujo de cometer equivocaciones. Cada vez que cierro los ojos, aprecio el rostro ensangrentado de William y el resto de los acontecimientos que nos han conducido hasta aquí. Entre esos desagradables recuerdos se sitúa el incidente en mi apartamento, desgraciadamente. Me abrazo para protegerme de la brisa marina y emito un suspiro. La playa está desierta a estas horas de la tarde y no por el clima. Nos encontramos en una zona que no se aconseja para el baño a causa de las corrientes situadas debajo de unas olas que se alzan varios metros por encima de mi cabeza. Tengo los pies introducidos en el agua fría, y algunas gotitas saladas me salpican las prendas. Pero me da igual. Este sitio me recuerda a la playa que hay delante de la casa de mis padres, me hace sentir como si estuviera con ellos en vez de a miles de kilómetros de distancia. La arena se filtra entre mis dedos con el roce de cada ola y me fuerza a moverlos para no sentir un molesto cosquilleo.
Sé que no me encuentro en la playa solo para hacer tiempo mientras Leopold regresa. También estoy aquí para hacerme a la idea de los riesgos a los que vamos a hacer frente. No me parece bien que William nos acompañe. No tiene ni la menor idea de cómo afrontar una situación de riesgo, no ha estado sometido a los protocolos y entrenamientos de American Shield, y podría terminar herido si la situación se escapa de nuestro control. Pese a mis ánimos de encerrarle en un apartamento con llave —preferiblemente, uno que esté en la décima o decimoprimera planta, para evitar que se escape por la ventana— sé que él desea ser partícipe de una misión que afecta a su familia. ¿Y quién soy yo para prohibírselo si tengo en cuenta todos los peligros que he esquivado por el bienestar de mis padres? Ahogo una exclamación cuando siento el peso de una cálida mano sobre mi hombro. Tan concentrada estaba en mis reflexiones, que no he escuchado los pasos de Leopold en la arena.
—Ya he encontrado el coche. William está trasladando el equipaje al maletero —dice, situándose a mi lado. Aprecio que el agua empapa sus zapatos y esbozo una sonrisa que no pasa desapercibida para él—. ¿En qué estabas pensando para estar tan ensimismada?
—En mis padres. En casa. En lo que estamos a punto de hacer —resumo.
—¿Quieres cambiar la estrategia?
—No —niego y me abrazo con más brío. Hace calor, aunque no tanto como otros días. Si a ello le sumamos la brisa del atardecer y el agua gélida que humedece mis pies, siento incluso un poco de frío—. No nos demoremos demasiado, está anocheciendo, y las horas nocturnas nos son de mucha utilidad —le recuerdo, mirando a la inmensidad azul.
Desentierro los pies, que han quedado parcialmente sepultados por una delgada capa de arena, y me preparo para regresar a la vivienda. No me subiré al coche con los pies en este estado. Aprovecharé para lavarlos y enfundarme en unos cómodos zapatos sin tacón. Antes de distanciarme de la orilla, siento que Leopold traslada la mano que ha mantenido sobre mi hombro hacia mi mano, atrapándola en el aire. Sus dedos buscan los míos y los entrelaza con firmeza, abandonando ese pudor y timidez que le ha acompañado desde que nos conocimos. En un principio no sé cómo reaccionar. Mantengo los dedos tensos, casi sin rozarle el dorso. Emito un segundo suspiro, mucho más pesado y largo que el anterior, y correspondo a su agarre con la misma intensidad, abandonando mis temores.
—Todo saldrá bien —me promete.
—Generalmente, es después de esa promesa cuando todo termina mal.
—Yo también echo de menos Houston y Manhattan —confiesa y pasa la mirada sobre las olas que rompen en las rocas—. Volvemos a estar juntos, ¿no? Como esos dos compañeros inseparables que afrontaban todas las adversidades que nuestro querido y misterioso jefe nos ha ido asignando —agrega con cautela, mirándome de reojo—. No hay motivos para estar preocupados mientras permanezcamos unidos —sentencia.
—Te olvidas de William.
—Ah. Le ataremos al coche para que no nos importune.
Sacudo la cabeza, aunque no puedo reprimir una divertida sonrisa. Leopold se adelanta a mí y retira un mechón de pelo que ha quedado adherido a mi labio inferior, trasladándolo detrás de mi oreja derecha. No sé a qué se debe, si a los meses que hemos estado separados, al hecho de que esté dispuesto a ayudarme por enésima vez o a los momentos que hemos compartido desde que nos conocimos, pero mi corazón se acelera por esos gestos. Después de esa noche, en la que desperté envuelta en sudor por unas pesadillas y él me ofreció sus brazos para resguardarme, le veo de manera diferente. Y si le sumo lo que Alexia me comentó cuando estuve en su casa (dijo todo lo que necesitaba escuchar, pero que me negaba a aceptar), un incómodo rubor se manifiesta en mis mejillas.
—¿Estás bien? —susurra.
—Perfectamente —miento y tiro de él para alejarnos de la orilla—. Vamos, o William pensará que he sucumbido a tus encantos —bromeo, arrastrándole conmigo.
Nos distanciamos de la orilla, del agua azul y de la arena blanca. Me gustaría continuar unos días más aquí, disfrutando de la paz que transmite el mar, pero sé que nuestro deber se encuentra en otra parte. Ascendemos los peldaños de madera que alguien decidió instalar para facilitar el acceso y contemplo el paisaje de nuevo. Desconozco su origen, pero tengo la sensación de que esta será la última oportunidad que tendré para verlo.
ESTÁS LEYENDO
Cuarenta problemas [Los Ivanov 2] [COMPLETA]
RomanceSegundo libro bilogía Los Ivanov. Si le dieran una moneda por cada mentira que ha ideado, Natalie podría erigir un castillo de oro en el centro de Nueva York. A sus veintitrés años, la primogénita de un célebre magnate estadounidense parece tenerlo...