VII

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Donnely era el único apostado en ese pasillo a esas horas de la noche, ubicado en medio de la puerta de la habitación del príncipe elfo; vigilando, custodiando, igual que una estatua. Relevó a Bárbara después de que ella cumplió sus horas de guardia; ahora le tocaba a él vigilar durante gran parte de la madrugada hasta el amanecer.

Respiró profundo, solo atento a cualquier cosa que estuviera ocurriendo dentro del área de las habitaciones reales. De vez en cuando cerraba sus ojos, recargado en la madera tallada, escuchando alerta el ruido de los grillos, búhos y criaturas nocturnas afuera en los jardines, a las voces lejanas de los guardias (sus compañeros) y percibiendo, a través de sus párpados cerrados, las luces temblorosas de las candelas flotantes en el pasillo.

Al abrir los ojos, se encontró de nuevo con el pasillo semi iluminado. Nadie, ni un alma se encontraba ahí y eso era bueno.

Comenzó a recordar la última reunión del consejo en el que encontraron pruebas de los probables culpables del ataque, en una manera de pasar el rato. De algún modo aún se sentía un poco inquieto y había algo que no le cuadraba del todo en la memoria.

Desde que los príncipes y la princesa sufrieron el atentado nunca entendió los motivos de ese ataque ni la manera en que se filtró la información de su ubicación de forma exacta. Todo ocurrió después de que el rey fauno y el rey Gerald establecieron la alianza. Nadie fuera del árbol sabía esta información, ¿cómo es que se enteraron de la firma y de que los príncipes saldrían de paseo?

En un momento, escuchó el ruido como de tela siendo arrastrada por el piso. Dirigió su mirada hacia donde advirtió tal sonido, en dirección de la habitación del insoportable mago, al fondo del pasillo. Situó la mano en el pomo de su espada sin apartar la vista.

Afuera, por los ventanales de ese piso, el graznido de un cuervo se dejó oír. Volando a la distancia, entre toda la oscuridad de la noche no pudo ver al ave.

«¿Un cuervo mensajero a estas horas de la noche? ¿Quién lo envió? —se cuestionó a sí mismo, frunció el entrecejo al pensarlo».

De repente, escuchó una puerta abrirse y cerrarse rápidamente. En un rechinido tétrico que lo hizo desenvainar la espada en medio de los latidos de su corazón. Controló su respiración, recordando el entrenamiento y sus batallas previas. No logró discernir en qué parte se escuchó, pero volvió a sospechar de su procedencia.

Caminó lento, hasta el cuarto del mago, hechizando a su vez con su mente la puerta del cuarto de Kyle al crear un escudo protector invisible. Con ella nadie podría tocarla, en el tiempo que se alejaba a investigar.

Siempre hubo algo que nunca le agrado a Donnely de ese humano gordo. Es más, desde que lo vio junto al príncipe cuando ambos eran niños, nunca le dio buena espina. En esa época, fue, durante un tiempo, todo un fenómeno en el castillo de los elfos, siendo el blanco de los chismes de los sirvientes, maestros, guerreros y curanderos elfos.

Se suponía que ningún humano era capaz de hacer magia, solo lográndolo por medio de pociones y objetos mágicos, claro; pero en definitiva la magia de la Vara no corría por sus venas. No como ellos que podían manipularla a voluntad. Sin embargo, el castaño parecía ser una excepción a la regla bastante singular. Nunca se supo de dónde vino, ni cómo, ni por qué. Al parecer no tenía padres ni familiares. Cruzó la frontera un día y jamás se fue, como si hubiera salido de la misma nada. Un día el rey solo lo presentó como un "alumno" más en las lecciones de magia e inquilino del castillo, convirtiéndose en alguien cercano al guerrero Stanley e incluso del príncipe.

Pensar esto último lo hizo resoplar de enojo.

Entendía que le caía mal a Kyle, quizás era algo mutuo. Pero ese odio jamás estuvo por encima de su deber y eso era algo que el príncipe aún no parecía dilucidar. Ahora que por fin estaba cerca se enfocaría en protegerlo, alejarlo de las posibles amenazas y más ahora que el rey confiaba en él.

Destino inciertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora