Capítulo 8

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Anastasia

—Déjame demostrarte que he cambiado.

—No.

Retrocedí dispuesta a huir como lo hice hace un año, pero algo me detuvo.

—Podemos intentarlo, Ana.

La mirada de José era la misma que recordaba cuando éramos nosotros dos solos contra los demonios de nuestros padres. Volví a ver al José que era capaz de consolarme por horas, aunque por dentro su corazón también estaba hecho pedazos.

Ambos venimos de lugares horribles. De lugares donde juraron protegernos y acabaron destruyéndonos.

—José, no puedo.

—Te juro que he cambiado. Lo hice por nosotros. Por ti.

Una parte de mí quería ceder, dejar de luchar y volver a sus brazos. En el fondo no le culpaba por lo que me había hecho. Me culpaba a mí por haberlo permitido. Por no haberme dado cuenta que él también sufría. Por nunca haber buscado ayuda.

Lo veía luchar a diario para no perder la cordura. Pude hacer algo más por él, pero agaché la cabeza como he hecho toda mi vida y fingí que todo estaría bien.

Es lo que me enseñaron en casa.

Me enseñaron a ocultar el dolor. A disfrazar las lágrimas con sonrisas falsas y ocultar las cicatrices bajo capaz y capaz de indiferencia y valentía, que en el fondo no era más que miedo.

—Si regreso y lo haces de nuevo...—dije, recordando la primera vez que su mano me impacto contra el rostro—. Acabaremos destruyéndonos. Viviremos en una mentira. Tú prometiendo que nunca lo harás y yo creyéndote por amor.

—No lo haré—prometió.

Sus brazos se extendieron frente a mí y todo volvió a resurgir en mi memoria. El sonido estridente de la puerta, el golpe fuerte y seco de mi cabeza contra ella y la sangre emanando de mi nariz. Los ojos rojos e hinchados y la marca de sus dedos alrededor de mi cuello. La falta de aire y el miedo de morir en manos del hombre que amaba.

—Aléjate de mí.

Lo empujé con fuerza y negué.

—Por favor, bebé. No arruinemos lo que hemos construido.

—Basta, José—susurré temblorosa y noté cómo él empezaba a perder la paciencia.

—¿Hay alguien más?

Nunca.

—No. Y nunca lo habrá.

Gracias a ti, deseé decir, pero no soy tan valiente.

Nunca lo he sido. Soy una persona que teme a todo.

—¿Entonces para quién son esos regalos?

Vio con odio el peluche que sobresalía de la bolsa y me lo arrebató.

—Son para un pequeño amigo. No los dañes.

Sus ojos marrones inyectados en desprecio me hicieron callar. Vi a todas direcciones, en busca de ayuda.

—¿Significa mucho para ti?

—No es nada—afirmé.

Él asintió y me lanzó la bolsa.

—Podemos continuar con la vida que dejamos, Ana.

—Por favor, ya no insistas.

—Dime... ¿Quién más estará dispuesto a quererte como yo lo hago? ¿Quién querrá lidiar con toda la mierda con la que has lidiado en tu pasado?

Quédate a mi LadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora