3 - VIAJE

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El pasillo era largo y húmedo, y las paredes revestidas de musgo hacían que todo estuviera mucho más oscuro. Una luz mortecina provenía de unas lámparas de aceite colgadas en las paredes y le conferían al lugar un ambiente aún más lúgubre, si acaso se podía. Había un silencio absoluto, solo roto por la resonancia que generaba sus pisadas. El aire era pesado allí abajo y la humedad conseguía helar cada uno de los huesos.

Se podía percibir claramente algo en el ambiente. Algo que hacía que uno se sintiera incómodo sin ninguna razón aparente y el primer impulso fuera salir corriendo, aunque no se supiera de qué se estaba huyendo realmente. Cualquiera lo habría notado, y quizá por eso nadie entraba en aquellos pasillos, a excepción de Sêlboro, claro; pero él era diferente. Era un elfo alto y muy delgado. Tenía el pelo de un negro tan profundo que contrastaba con su piel blanca. Sus ojos eran extraordinariamente azules, de un azul eléctrico. Había bajado allí incontables veces y nunca había ocurrido nada, excepto aquella noche. No es que hubiera peligro alguno, pero cuando creía no haber llamado la atención de nadie, oyó la voz de su hermana llamándolo desde fuera. Su hermana Salomé tampoco se atrevía a entrar en aquellos pasillos. Bien podía haber heredado los mismos genes intrépidos que Sêlboro, pero el buen juicio de Saradae había hecho mella en ella, cuya última petición para Salomé en su lecho de muerte fue que cuidara de su hermano pequeño. Tarea difícil.

La voz de su hermana reverberaba en los pasillos y Sêlboro temió que los despertara, así que salió para ver qué quería.

—¿Cuántas veces te tengo que decir que no me gusta que entres ahí? —le riñó nada más salir por la abertura.

—Lo siento, Lo, sabes que no pasa nada.

Las puntiagudas orejas de Salomé se agitaron rápidamente, mostrando su indignación. Era una elfa menuda y de tez pálida, como todos los de su especie. Tenía el rostro alargado y el pelo rubio e increíblemente rizado, y sus ojos eran de un verde salvaje. Era todo lo opuesto a su hermano.

—No lo puedes saber, ya sabes que son muy inestables.

—No es la primera vez que entro ahí dentro, ya lo sabes —rebatió Sêlboro, comenzando a perder la paciencia.

—Y siempre te digo que no lo hagas —insistió a su vez Salomé.

—No te olvides de quién soy, hermana —dijo repentinamente serio.

En esta ocasión las orejas de Salomé bajaron en señal de arrepentimiento y las escondió entre la espesa melena. Agitó la cabeza hacia un lado, evitando la dura mirada de su hermano. Era la mayor, sin embargo, Sêlboro siempre conseguía intimidarla.

—Pero mamá me dijo...

—Lo sé, Lo —la interrumpió, mirándola con cariño—. Vamos a casa.

Ambos hermanos caminaron juntos a través del magnífico bosque de Siborneo en dirección a casa. Pero Sêlboro no habría sido él mismo si le hubiera hecho caso a su hermana. Fue mientras Salomé dormía cuando recorrió los inmensos pasillos de la mansión y se echó a andar a través del bosque. Caminó durante varios minutos hasta que llegó a la gruta subterránea y entró. Anduvo esta vez con menos cautela y con la excitación del momento reflejada en su rostro. Siempre le pasaba cada vez que entraba en aquel lugar. Minutos después llegó a una estancia triangular, no muy grande y sin ventanas. Las paredes seguían siendo enteramente de roca cubierta de musgo y en cada una de las esquinas, tres criaturas de tez blanca y capa negra dormían plácidamente. Se colocó en el centro de la sala y miró a su alrededor.

—¡Despertad! —ordenó con voz potente.

Las tres criaturas despertaron al mismo tiempo y abrieron la boca, mostrando las encías negras en un grito mudo.

DESPERTAR - El camino del PortadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora