Erebo

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Crismaylin no pudo pegar ni un ojo, estaba ansiosa, preocupada, dentro de una agonía constante de solo pensar en que Turey estuviera siendo torturado. Por esta razón, bien temprano, antes de que la luz se filtrara a través de las ventanas y grietas de las paredes, se dirigió hacia la fortaleza. Llevó consigo unas monedas de gran valor por si tenía que recurrir al soborno para ver a Turey o, al menos, asegurarse de que no lo golpearan. La neblina matutina se desvanecía lentamente sobre la antigua Fortaleza Ozama o del Homenaje como se le llamaba en ese tiempo. Crismaylin, con el corazón en un puño, llegó con pasos apresurados y sigilosos. La puerta estaba custodiada por dos guardias.

La viajera les pidió que le permitieran entrar, pero no sucedió porque Diego Colón ordenó que nadie podía ver a los presos sin una carta de autorización. Crismaylin intentó utilizar su posición como la esposa del oidor de la Real Audiencia, sin embargo, el sacerdote Juan Ginés de Sepúlveda, quien apareció de repente, reprochó su comportamiento, alegando que era sumamente inusual que una mujer estuviera deambulando a tempranas horas de la mañana sin acompañante.

—Me pregunto si su esposo está enterado de sus acciones. —Externó el sacerdote, con su mirada fría como el acero—. Recuerde que la justicia divina no se cuestiona. Si estos hombres son inocentes, nuestro señor los liberará, en caso contrario...

—Ustedes aplicarán con premura el castigo—concluyó Crismaylin, molesta—. No cuestione mis motivos, soy una mujer temerosa de Dios que quiere ayudar a los desprotegidos.

—Por el bien de su pudor y reputación, lo más recomendable sería que ni siquiera vieran su sombra por estos lados—replicó el sacerdote en tono crudo —. Aquí se encuentra a quien acusan de ser su amante, algo escandaloso y perjudicial para su esposo Crescencio.

—No dejaré de hacer el bien por comentarios malintencionados—dijo ella con voz áspera—. En los evangelios se puede observar que ni Jesucristo se escapó de las malas lenguas, aun así, no dejó de hacer lo correcto.

Juan Ginés de Sepúlveda analizó las palabras de la viajera, consideró escandaloso su comportamiento, pero necesitaba comprobar por sí mismo que lo que se comentaba de ella era cierto. Les mostró a los guardias la carta que le autorizaba a entrar y se hizo acompañar por Crismaylin. Podría sacarle provecho a lo que descubriera, muchos lo consideraban una persona reprobable, elitista y un paladín de los intereses de los encomenderos para legitimar, ante la Corona española.

Crismaylin y el sacerdote llegaron al patio trasero donde había una horca. Al verla, la viajera se sintió desfallecer, debía de actuar rápido, antes de que todo fuera demasiado tarde. La puerta que conducía al calabozo fue abierta, el tintineo metálico de las cadenas resonaba a medida que se acercaban unos presos con grilletes aprisionando sus tobillos y rodillas, y fueron sentados en fila en el suelo por unos soldados. Algunos mostraban heridas frescas, mientras que otros exhibían cicatrices antiguas. Entre ellos no estaba Turey, pero la viajera pudo reconocer a uno de los músicos de Alejandro. Se acercó tratando de controlar la sensación asfixiante que le oprimía el estómago. Se agachó y le tocó el hombro. Entonces, el músico alzó la cabeza y la reconoció.

¿Turey Goeiz? (¿Turey vive?) —susurró ella en voz baja.

Han (sí) —respondió el músico con los labios agrietados—. Datiao Carib (mi amigo ser fuerte).

La viajera asintió desconcertada. Se llevó la mano a la frente, incapaz de concebir una solución que los sacara inmediatamente de esa situación.

—Encontraré la manera de ayudarlos, resistan un poco más —murmuró ella.

La boca del músico se torció con un destello de humor sobre su rostro dolorido. Crismaylin se apartó y salió de la fortaleza sin prestar atención a las palabras del sacerdote. Regresó a su casa y le suplicó a Crescencio que le abriera la puerta de su dormitorio, donde mantuvieron una acalorada discusión.

Atrapada en el tiempo : Ecos de amor taínoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora