Todos los caminos llevan a mi

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A Alejandro no le quedó más remedio que abrirse paso a empujones en una de las salas de la Real Audiencia. El antiguo behique se sentía desesperado, con la vista borrosa por las lágrimas al pensar que Crismaylin estuviera siendo torturada. Desde lo ocurrido en los calabozos de la fortaleza, Crescencio se encargaba de rechazar una y otra vez sus peticiones para que le concediera el permiso de ver a su amiga, lo que alimentaba aún más sus sospechas. Se valió de dos de sus mejores hombres para forcejear con los guardias, mientras le gritaba varios improperios al oidor que se negaba a recibirlo. Crescencio se quedó paralizado a un lado, sin saber qué hacer, y todos los nobles clavaron la mirada en Alejandro, que caminaba hacia ellos con pasos decididos.

—Ruberto, ¿a qué se debe todo este alboroto? —preguntó el oidor con una media sonrisa nerviosa.

—¿Dónde está Amelia? —Alejandro, caracterizado por ser un hombre tranquilo y pacificador, sintió cómo una parte oscura de su personalidad tomaba el control por el bien de su amiga—. Que todos los santos te protejan si te atreviste a ponerle una mano encima a mi prima.

Otro grupo de guardias entró a la sala y rodeó al antiguo behique. Alejandro, con la respiración agitada, empezó a forcejear para soltarse.

—Ruberto, este tipo de escándalos es inadmisible —expresó Crescencio con fingida calma.

—Como si me importara —objetó Alejandro, soltándose del agarre de uno de los guardias.

—Debería importarte —replicó Crescencio con frialdad—. Aún pesan contra ti algunas acusaciones que deben ser investigadas a fondo.

—A mí no me amenaces, no pueden juzgarme por un caso en el cual ya fui absuelto —farfulló el behique.

—Todos los días llegan aquí cartas de quejas y da la casualidad de que todas resaltan a una persona en particular —Crescencio bullía por dentro—. Dada su singular personalidad, pasaré por alto este atropello.

—Me muero de curiosidad por saber quiénes son esas personas tan alteradas —replicó Alejandro con malicia—. Sin embargo, no vine aquí para discutir eso, quiero ver a mi prima Amelia.

Crescencio soltó un bufido de fastidio. Las cosas con su esposa no estaban saliendo como esperaba; era fuerte y aguerrida, no se dejaba amedrentar por sus amenazas. Sin embargo, el futuro de su hija estaba en sus manos. Según las palabras de Tania, su hija nacería de ella, aunque siendo un hombre práctico, sus afirmaciones podían cuestionarse. Los viajeros no son confiables, como bien sabía él por experiencia.

—Mi esposa se encuentra muy enferma y, según las recomendaciones del doctor, debe guardar reposo y mantenerse aislada —espetó Crescencio.

—Amelia siempre ha gozado de buena salud —objetó Alejandro con crueldad—. Y, si ese es el caso, no me importa. Deseo comprobar por mí mismo que aún vive.

—A mí no me supondrá ningún problema —dijo Crescencio con cautela, consciente de que lo ofendía gravemente—. No obstante, me limito a seguir al pie de la letra las indicaciones del médico. Te mantendré informado de su estado de salud.

Crescencio intentó alejarse de Alejandro, pero este lo retuvo por el brazo.

—Si me entero de que le hiciste algo... —masculló el behique molesto.

El oidor se sacudió con impaciencia el brazo, pero Alejandro no se movió.

—Por ella soy capaz de cualquier cosa —volvió a tirarle del brazo—. Si tengo que abrir las puertas de tu casa a patadas, lo haré.

—Tú no harás nada —replicó Crescencio, mirándolo con penetración, lo que lo sobresaltó—. Hazte a la idea de que tengo derechos sobre mi esposa y sobre esta colonia. No me amenaces.

Atrapada en el tiempo : Ecos de amor taínoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora