VIII

8 2 0
                                    

Elora

No me podía mover. No sabía si era a causa de lo que había dicho aquel dios antes de desaparecer o el pánico que se había adueñado de mí al sentir tanta gente a mi alrededor. No conseguía descifrar cual de todos esos factores era el causante de mi miedo.

Egan llegó hasta mí en cuestión de unos segundos y me agarró del brazo. Me arrastró gentilmente, si así lo podíamos llamar, hasta un balcón sin hacer el mínimo escándalo para que nadie se diera cuenta. Yo, que en ese momento no era capaz de hacer nada por culpa de los nervios, no me opuse a que me llevara allí. Sabía que con mi mirada de niña asustada me había logrado entender. Le supliqué con los ojos que me sacara de allí lo antes posible; tras la aparición de aquel dios de aura oscura me era difícil quedarme entre aquel bullicio.

Ambos habíamos empezado con mal pie, no nos llevábamos nada bien desde nuestro primer encuentro. Sin embargo, me había ayudado cuando en realidad podía haberme dejado tirada en medio de aquella pista. En ese momento tampoco entendí por qué le había pedido a él la ayuda sigilosa, pero le agradecía internamente que me hubiera rescatado.

Me guió hasta aquel balcón externo donde, al abrir las puertas, el aire fresco de la noche chocó con mi cara y pude respirar de nuevo. Al fin era libre.

No imaginé que todo fuera a terminar así, al menos por lo que me contó mi madre sobre cómo fueron las ceremonias de mis demás familiares. Pensé que sería más tranquila, todo perfecto, típica calma de dioses de la que se habla en la Tierra. Pero no. Al parecer los dioses eran más fiesteros incluso que los humanos. Y aluciné con ello. Todos se encontraban en la pista dándolo todo. Las luces se movían por toda la sala, iluminando centenares de rostros que se notaban que estaban disfrutando.

Sin embargo, mi mente logró salir de aquel escenario y me llevó de vuelta al balcón donde había llegado.

Egan se apoyó en la barandilla al lado de la tumbona donde yo me había sentado para no caerme al suelo. Noté como sus ojos se posaban sobre mí y escrutaban mi semblante lentamente, de forma casi matadora. Alcé mi rostro y me encontré con sus verdes iris. Me percaté de que en ellos habitaban unas pequeñas motas doradas que apenas se notaban si no te fijabas bien. Ninguno de los dos apartamos la mirada. No conseguí notar qué era lo que me decían sus ojos, los cuales no salían de la inexpresividad.

Cuando abrí la boca para intentar darle las gracias, él retrocedió y volvió a entrar en la fiesta. Vaya engreído. Al menos podría haber esperado a que le diera las gracias, pero se ve que no. Al parecer me repudiaba tanto como para no estar más de dos segundos a solas conmigo.

Tampoco es que me importe, la verdad. Ni siquiera le conozco.

Pasando por alto lo que había causado mi nuevo mentor en mí, me quedé el resto de noche allí fuera, sola, observando y admirando lo bonito que era el pueblo a esas horas, con todas las luces encendidas. Era hermoso. Parecía París por la noche, pero con un toque más mágico. El ambiente tenía algo especial. Tal vez porque era un lugar habitado por dioses, y allí la magia tenía lugar en cada rincón que pisabas.

Solo tal vez.

Me puse a pensar en mis nuevos dones. Nadie tenía tantos como yo. Era la más poderosa, según me dijeron todos los presentes con los que había hablado. Elora, diosa del fuego inexorable, rayos y de los elementos de la naturaleza. Ese era mi nuevo título, el cual me había puesto mi abuelo durante la fiesta. Así era como me inscribieron en la tablilla de dioses. Y no podía estar más contenta con ello. Para ser diosa finalmente debía practicar mis poderes, hacer que evolucionen y que crezcan. Lo peor era que sería Egan quien me ayudaría a ello.

Entre Motas Doradas [PRUEBA PILOTO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora