XXIII

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Egan

Miles de relámpagos y truenos aparecieron después de que Elora se desmayara, y una tormenta inundó de agua el campo de batalla.

Todos los combatientes corrieron para ponerse a salvo del aguacero que enseguida iba a caer. Todos menos yo, que me quedé con Elora bajo el cielo nublado. Su cuerpo permanecía inerte entre mis brazos después de que yo la agarrara cuando perdió la consciencia.

Uenar vino corriendo hacia mí, dejando su carcaj de flechas y su arco en el suelo. Al llegar hasta donde yo estaba nos revisó a ambos, a Elora y a mí para ver si estábamos bien.

—Es hora de que tú también te refugies, Egan. Va a caer el aguacero más grande jamás existido en Urno. Debes ponerte a salvo. Yo llevaré a Elora al refugio también, así vas más ligero. Venga, vamos.

Ignoré sus palabras y le pedí que hiciera lo que había dicho, pero que no esperara por mí; que yo iría más tarde. Tras asegurarme de que se fue con la joven, giré sobre mí mismo y me acerqué al cuerpo muerto del que era mi padre, tendido en el suelo justo como lo habíamos dejado antes.

Tenía que salvar su cuerpo y enterrarlo como era debido.

Coloqué mis manos y brazos debajo del cadáver, dispuesto a levantarlo; cuando intenté alzarlo para llevarlo al refugio, donde no estaba seguro si me dejarían entrar con él, pero yo lo intentaría, la carne y los huesos que quedaban del que fue el dios de la oscuridad se deshicieron en cuestión de segundos. Se convirtió en un polvo que se llevó el viento, y el que nunca más volví a ver. Supuse en ese momento que era buena señal, ya que entendí eso como que su alma inmortal había llegado con Morque al Noru, lugar donde iban las almas de los dioses muertos, como bien dijo él antes de la batalla.

Me quedé pasmado durante unos segundos, viendo como ese polvo en el que se había convertido desaparecía entre las oscuras nubes que avecinaban tormenta.

— ¡Egan! —Escuché a alguien gritar mi nombre. —Ven y refúgiate, ¡corre!

Era mi madre la que me llamaba. Corrí, ignorando lo que antes había pasado con el que fue en un momento mi padre, e intentando salvar mi propia vida. Corrí lo más que pude, pero a medio camino sentí un dolor inmenso en la pierna, y caí.

Algo me había dado.

Un rayo.

──── ∗ ⋅◈⋅ ∗ ────

Uenar

Todos vimos cómo Egan se giraba y el agua de la lluvia lo empapaba.

Todos vimos cómo mientras él corría un rayo atacó directamente su pierna y le hería.

Todos vimos cómo cayó y por mucho que intentara levantarse no podía.

Y nadie hizo nada.

Cogí una de las armaduras de manga larga que estaba tirada en el suelo del refugio y me dispuse a ponérmela para salir. Una mano me frenó antes de cruzar el umbral de la puerta.

—¿Dónde se supone que vas? —Me preguntó mi padre.

—A rescatar al joven. —Ya que ninguno de vosotros lo hace, quise decir.

—Te prohíbo que salgas ahí fuera, Uenar. ¿No ves lo que está pasando? ¡Te puede pasar algo grave!

—Sí, ¿y tú no ves que un joven se va a morir si lo dejamos ahí solo, a la intemperie y debajo de la lluvia? —Las palabras salieron de mi boca como las balas de una metralleta humana. —Admítelo, padre. No quieres que salga ahí porque sabes que si lo hago puedo morir, y entonces te quedarías sin quien manipular para que te haga los trabajos sucios. Puede que tú no tengas corazón, pero yo sí. He aprendido muchas cosas de todos los viajes a la Tierra, aquellos a los que tú me mandaste, y una de las cosas aprendidas es que en lugar de ser egoístas hemos de ayudar al prójimo. Así que quieras o no voy a salir ahí a buscar a Egan. Estoy harto de hacer siempre lo que tú ordenas.

Sin decir más salí en busca del joven dios.

Por culpa de toda el agua que caía casi no podía ver donde pisaba o hacia donde iba. Todo se había complicado más de lo que creía. Avancé con cuidado, por si llegaba a Egan para no hacerle daño.

—¿Egan? —Le llamaba al avanzar unos metros. En ninguno de mis llamados obtuve respuesta, hasta que oí una voz bajo la tormenta que al fin me contestó.

—¡Uenar! ¡Estoy aquí!

Corrí lo más que pude hasta dar con el cuerpo de Egan, que estaba tendido en tierra sin poder moverse. De su pierna salía un charco de un líquido dorado, el mismo que salió del cuerpo de Niros cuando Elora le clavó la garra. Su sangre. No iba a morir por ello, pero sí que había perdido muchísima sangre desde que le hirió aquel mal rayo.

Agarré su cuerpo, ayudándolo a levantarse. Intenté llegar hasta el refugio con un chasquido, como siempre hacía cuando quería ir a cualquier sitio, pero no funcionó. Había gastado demasiada energía.

Con Egan agarrado a mi cuerpo corrí sin mirar atrás. Corrí y corrí, mirando nuestro destino, el cual cada vez se hacía más y más grande. Al atravesar la puerta de la casita, justo tras nosotros cayó un rayo que, si hubiéramos tardado un segundo más en entrar, independientemente de nuestra inmortalidad nos habría matado.

Vi como Egan y su madre se abrazaban al llegar. Como el joven se tiraba al suelo junto a Elora y le acariciaba el rostro como si fuera una muñequita de porcelana.

Comprendí por qué Elora no me había contestado.

Comprendí por qué Egan estaba haciendo eso en ese momento.

Y comprendí que nada iba a acabar bien si ellos seguían con ello.  

Entre Motas Doradas [PRUEBA PILOTO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora