Capítulo XXII: "Ingenuo"

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Siempre solía levantarse minutos antes de la alarma, con las energías suficientemente cargadas para otra interesante jornada. Más ahora, adormitaba una hora después de apagar su teléfono y luego se arrastraba desganadamente para alistarse, lento y sin esfuerzo alguno, antes de abrir todo el desolado lugar, ese en el que sólo se encontraba él; no recordaba cuando fue la última vez que atendió a su último huésped, pero sí el tiempo que había pasado de eso. Dudaba recuperar el éxito perdido, aunque cierta esperanza que permanecía en su corazón lo hacía abrir las puertas para darle la bienvenida a quien sea que desease venir.

Tal vez, era la última vez que abriría.

La última vez que vería la ciudad desde el cielo.

Desde que los Perros de Caza le hicieron una visita sin previo aviso, lo fue perdiendo todo lentamente. Fue por ellos, que la gente temía de ese lugar. Fue por ellos, que ahora se encontraba sólo otra vez. Fue por ellos, que ya no tenía siquiera dinero para volver a ver a su ser más amado, cuyos orbes violáceos y brillantes eran el tesoro más precioso.

Las máquinas estaban igual de vacías que el lugar. Habían dejado de funcionar, resentidas por tanto tiempo en desuso. Ahora, sólo almacenaban polvo y no monedas.

¿Siempre terminaría en ese mismo punto, en el que ya no era nadie?

Entonces, ¿Sí vendrás para mi cumpleaños?― A través del teléfono, oía la feliz voz de ese niño que cumpliría nueve años.

―Pues claro que sí, ¿Crees que me perdería la fiesta de mi arlequín favorito?― Intentaba sonar convincente. Si había algo que odiaba, eso sería mentir. Sin embargo, no tenía agallas para desilusionarlo. ―Me tendrás ahí pronto.

¡Sí! Te tengo hecha una sorpresa, pero para cuando nos veamos⁓― En el otro lado de la línea, el infante comenzó a dar pequeños saltos sin poder contener tanta alegría. ―Aunque... ¿Quieres que te de una pista?

Sigma no pudo evitar reír ante la pregunta.

―Las sorpresas son eso, sorpresas.― Le recordó. ―Ten paciencia.

De acuerdo.― Pareció haberse calmado, pues había dejado de saltar. Luego, se escuchó la voz de su madre llamarlo. ―Oh, es hora de mis lecciones de piano.

―Suerte, pequeño.

¡Hablamos luego, tío Sigma! ¡Te quiero!⁓

―Y yo a ti.― Suspiró al notar que la llamada había finalizado, siendo esa la parte que menos le gustaba cuando hablaba con su amado sobrino. Le costaba horrores despedirse, tal vez por eso aún no abandonaba ese decadente casino flotante.

Al momento en dejar su teléfono sobre su escritorio, observó los expedientes que tenía en un costado. Recordó que los debía entregar a la Agencia cuanto antes, asique decidió descender a la tierra apretando un botón. Entonces, sus oídos se inundaron del sonido urbano que poco le agradaba, pero que logró despejar su mente al emprender una tranquila caminata. Agradecía que las oficinas no quedaban alejadas, lo suficiente para disfrutar la calidez moderada del verano que muy raras veces se podía percibir.

Una vez en su destino, escaleras arriba se encontró con la puerta de la organización, cuyo nombre relucía en un cartel dorado. Antes de tocar siquiera, la puerta fue abierta por un sonriente albino.

―Oh, llegaste.― Amablemente, él se hizo a un lado para darle el paso. ―Adelante.

―Con permiso.― Luego de una pequeña reverencia en forma de saludo, se adentró al establecimiento, visualizando a todos los presentes. ―Buen día a todos.

Masaki | SoukokuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora