El Torneo llega a su fin.

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Eran las 9 de la mañana y emprendimos el viaje hacia Ezeiza, al predio de AFA. Ya de entrada, las cosas no pintaban bien: el arquero titular no apareció, y sobre la marcha tuvimos que modificar el equipo. Un rotundo cambio de planes. El técnico no tuvo otra opción que romper la defensa, sacar al número 6, mandarlo al arco, y rearmar la línea defensiva moviendo a otros jugadores a posiciones nuevas.

Pero, a pesar de todo, la ilusión seguía intacta. Teníamos que dejar de lado lo que pasó y seguir adelante. El viaje se hizo llevadero: entre música y risas, había un clima hermoso de compañerismo y esperanza.

Al llegar al predio, bajamos del colectivo y lo primero que sentimos fue la sorpresa. Ver esas canchas, con ese césped verde, prolijo, era algo espectacular. Para muchos chicos era la primera vez que veían o pisaban un campo de juego así. Nos mirábamos entre nosotros, asombrados. Parecía un sueño.

Nos dirigimos al vestuario a dejar nuestras cosas y cambiarnos. La hora del partido se acercaba, faltaba poco, y había que entrar en calor. El técnico nos daría la charla final antes de saltar al campo. Estábamos nerviosos, era lógico. Para algunos, como yo, era una experiencia nueva e inolvidable. Otros, más experimentados, jugaban en clubes hace tiempo y trataban de calmarnos. Nos decían que estuviéramos tranquilos, que no había nada que temer, que hiciéramos lo que sabíamos hacer.

Hicimos la entrada en calor rápido y volvimos al vestuario para la charla técnica. Nos sentamos en fila, uno al lado del otro, mirándonos las caras, esperando las palabras del técnico que nos motivarían para dar lo mejor en el campo.

Llega el técnico y arranca con la charla:

—Chicos, ¿qué les puedo decir? Estoy orgulloso de ustedes. Miren dónde llegaron con su esfuerzo y mérito. Solo les voy a pedir dos cosas: una, que disfruten este momento; y la otra, que jueguen sin miedo y hagan lo que saben hacer: divertirse. ¡Vamos con todo, muchachos! ¡Suerte!

Saltamos al campo de juego con los nervios a flor de piel y las ansias de que comenzara ya. Se hizo el sorteo con el árbitro, ganamos, y elegimos sacar. Ya lo teníamos hablado: una cábala que no fallaba.

Suena el silbato y comienza la ilusión de todos nosotros, y también de la hinchada, que se había tomado el tiempo para venir a vernos. Los primeros minutos fueron intensos, el partido estaba trabado, el rival jugaba con mucha agresividad. Cada pelota se disputaba como si fuera la última. Notamos algo que no habíamos previsto: nos hacían marca personal a nuestro número 10, el eje de nuestro juego. Además, desde afuera se escuchaba a un señor gritar:

—¡Al 9, anticipenlo, no lo dejen girar!

Nos tenían estudiados. Nos habían visto jugar o mandado a alguien para espiarnos, de eso no había duda.

A los 35 minutos del primer tiempo, logré sacarme la marca, giré y vi a mi compañero tirar una diagonal perfecta por la espalda del número 3. Le puse un pase filtrado, y se fue mano a mano con el arquero. Pateó, y la pelota dio en el travesaño. ¡Uhhhh! Nos agarramos la cabeza, no lo podíamos creer. Estuvimos muy cerca de ponernos en ventaja. El técnico nos aplaudía desde el costado:

—¡Bien, chicos! ¡Vamos, vamos!

Terminó el primer tiempo.

Nos fuimos al vestuario convencidos de que podíamos hacerlo. Estábamos a la altura, haciendo bien las cosas. Durante los 15 minutos de descanso, recargamos energías, y volvimos al campo a enfrentar los últimos 45 minutos. Sabíamos que, si el partido terminaba 0 a 0, habría penales. Uno de los dos equipos tenía que seguir adelante, y el otro se iría a casa.

El árbitro pitó, y el partido siguió igual de trabado. Mucha fricción en el medio, pelotazos divididos, y nadie daba por perdida ninguna pelota. En una de esas, un rival comete una infracción cerca del área. Tuvimos una pelota parada, una jugada preparada que habíamos practicado durante la semana. Nuestro número 10 tira el centro, cabecea nuestro central, pero entre el palo y el arquero nos vuelven a negar el gol.

A los 35 minutos del segundo tiempo, el desgaste se hacía sentir. Nos agarraron mal parados en una contra, y nuestro número 5 cometió una infracción, ganándose la amarilla. Volvimos a defender un centro que ellos ejecutaron al medio del área. Logramos despejarla, pero el rebote le quedó a un rival. Pateó, y la pelota rozó los tapones de uno de nuestros defensores, desviándose lo justo para descolocar a nuestro arquero. ¡Gol del rival! No lo podíamos creer. Habían tenido una sola clara y la aprovecharon. Faltaban solo 10 minutos.

El golpe fue durísimo, pero sabíamos que esto era fútbol. A veces, con mala suerte, una sola jugada te cambia todo.

Quedaban 5 minutos. Íbamos todos para adelante, desarmados, en busca del empate que nos llevara a los penales. Nos quedaba una última oportunidad. Un compañero se escapó por la izquierda, tiró un centro, yo cabeceé, y el arquero apenas la tocó. ¡La pelota entraba! Pero, en el último segundo, la sacaron en la línea. Era increíble lo que nos estaba pasando.

El árbitro dio 4 minutos de descuento. En el último minuto, nos dieron una falta a favor. Todos fuimos al área, incluso nuestro arquero. Era empatar o despedirnos. Tiraron el centro, el arquero rival la atajó, la pelota pegó en el palo, y la sacaron otra vez en la línea. Entonces, el árbitro sonó su silbato final. Se terminó el sueño.

Nos desplomamos en el césped, entre lágrimas y tristeza. Todo había terminado. Nos quedamos fuera del torneo por una jugada desafortunada, pero así es el fútbol: un día te da alegría y festejo, y al otro, tristeza y frustración. Lo único que podíamos hacer era aprender de lo vivido y seguir adelante, porque en este deporte, siempre habrá otra oportunidad.

Sueños FrustradosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora