VIII

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LEO


El bosque no se parecía a ningún lugar que hubiera visto antes. Me había criado en un bloque de pisos del norte de Houston. Las cosas más salvajes que había visto habían sido la serpiente cascabel del prado y mi tía Rosa en camisón, hasta que me mandaron a la Escuela del Monte.

Incluso allí, el colegio estaba en el desierto. No había árboles con raíces nudosas con las que tropezar. Ni arroyos en los que caerse. Ni ramas que proyectaran sombras oscuras y espeluznantes, ni búhos que me miraran con sus grandes ojos reflectantes. Aquello era la dimensión desconocida.

Avancé dando traspiés hasta que estuve seguro de que nadie podía verme desde las cabañas. Entonces invoqué el fuego. Las llamas empezaron a danzar por las puntas de mis dedos, arrojando suficiente luz para permitir la visión. No había intentado mantener fuego encendido de forma continua desde que tenía cinco años, en la mesa de picnic. Desde la muerte de mi madre, había estado demasiado asustado para intentar algo. Incluso aquel pequeño fuego me hacía sentir culpable.

Seguí andando, buscando indicios típicos de dragón: huellas gigantescas, árboles pisoteados, franjas de bosque incendiado. Algo tan grande no podía precisamente escabullirse, ¿no? Pero no vi nada. En una ocasión creí apreciar una silueta grande y peluda parecida a un lobo o un oso, pero la criatura no se acercó al fuego, lo cual me pareció bien.

Entonces, al fondo de un claro, vi la primera trampa: un cráter de treinta metros de ancho rodeado de cantos rodados.

Tuve que reconocer que era muy ingeniosa. En el centro había un tanque metálico del tamaño de una bañera lleno de un burbujeante líquido oscuro: salsa de tabasco y aceite de motor. Sobre un pedestal suspendido encima del tanque, un ventilador eléctrico daba vueltas, esparciendo el humo a través del bosque. 

¿Pueden oler los dragones metálicos?

El tanque parecía desprotegido, pero miré más de cerca y, a la tenue luz de las estrellas y de mi fuego portátil, vi un brillo metálico debajo de la tierra y las hojas: una red de bronce que bordeaba todo el cráter. O tal vez «vi» no era la palabra adecuada: percibí que estaba allí, como si el mecanismo estuviera emitiendo calor, revelándose ante mi. Seis grandes tiras de bronce se extendían desde el tanque como los rayos de una rueda. Serían sensibles a la presión, supuse. En cuanto el dragón pisara una, la red saltaría y se cerraría, y voilà: un monstruo envuelto para regalo.

Me acerqué poco a poco. Coloqué el pie en la tira más próxima. Tal como esperaba, no pasó nada. Tenían que haber preparado la red para algo muy pesado. De lo contrario, podrían haber atrapado a un animal, un humano, un monstruo más pequeño, cualquier cosa. Dudaba que en el bosque hubiera otra cosa tan pesada como un dragón metálico. Al menos, eso esperaba.

Avancé con cuidado por el cráter y me acerqué al tanque. El humo era casi insoportable, y me empezaron a llorar los ojos. Me acordé de la ocasión en que la tía Callida (Hera o quien fuera) me había hecho picar jalapeños en la cocina y me había entrado el jugo en los ojos. Un dolor del demonio. Pero, cómo no, ella me había dicho algo tipo: «Aguanta, pequeño héroe. Los aztecas de la tierra natal de tu madre solían castigar a los niños malos sujetándolos encima de una lumbre llena de guindillas. Criaron a muchos héroes de esa forma».

Aquella señora estaba hecha toda una psicópata. Me alegraba mucho formar parte de una misión para rescatarla.

A la tía Callida le habría encantado ese tanque, porque era mucho peor que el jugo de los jalapeños. Busqué un detonador, algo que desactivara la trampa, pero no vi nada.

ᴇʟ ᴄᴏᴍɪᴇɴᴢᴏ ᴅᴇ ʟᴀ ᴘʀᴏғ  ᴇᴄɪ́ᴀDonde viven las historias. Descúbrelo ahora