Tras despedirse de Gurlok, Amsil quedó pensativo en la habitación en penumbras. Había apagado la bola de luz y apenas si se filtraban algunos rayos de sol a través del cortinado de bambú.
El miedo no existe, es una elección. Esa frase debía repetírsela en incontables ocasiones para salir y hacer frente a la vida; y no sólo repetirla sino, incluso, hacerse mentalmente una especie de demostración científica de que era absurdo conceder importancia al objeto de temor; pero en este caso, que el Barón Samedi apareciera o desapareciera parecía francamente irrelevante. Ya se había dejado ver varias veces antes en Tipûmbue, casi siempre a él, aunque la última vez lo había visto también Gurlok. Amsil solía vincular cada una de sus apariciones a una desgracia. La última vez, eso era cierto, habían creído verlo llevándose el alma de un herrero a quien conocían de vista y al que se apodaba Tonton Bouki, cuyo fallecimiento se había ratificado efectivamente horas más tarde; pero ¿y?... Las restantes apariciones del loa sólo habían generado algún sobresalto; y en el caso de la última, también una especie de planteo filosófico acerca de cuán en serio debía tomarse a la vida o la muerte. Tal vez una de las dos, o ambas, fueran las mayores bromas de mal gusto del Barón... Porque, por supuesto, era simplista decir que la vida era muy linda y que por eso valía la pena ser vivida. Cada vez más gente se suicidaba, y medio minuto frente a cualquier espejo mágico público para echar un vistazo al estado del mundo era suficiente para darles la razón; pero yendo al otro extremo, los warlpiri de Straya, al parecer, no llamaban mala noticia a nada que no fuera la muerte de alguien. Amsil lo sabía porque había conocido fugazmente a un anciano warlpiri, Djalu, ahora mentado como Kumanjayi hasta transcurridos dos años después de su muerte, debido a un tabú propio de su pueblo.
Amsil jamás había sufrido la pérdida de un ser amado sino como mucho, y en dos ocasiones, la de conocidos superficiales a los que le hubiera gustado conocer mejor. El primero había sido, precisamente, Kumanjayi; pero éste, al expirar, al menos era ya muy anciano y simplemente se había quedado dormido. Había tenido una muerte dulce. En cambio el otro, Heikkinen, había sido la segunda víctima de Garra Sangrienta. Era un joven rubio, simpático y desfachatado, bastante habitué de la feria, adonde nunca, nunca hablaba en hispanio: siempre en el idioma de su país, el suomi, o en albioní. Nadie podía entender que en casi un año, el tiempo que llevaba en Largen, no hubiera aprendido ni una frase en la lengua local, fuera de Quiero tomar mate. Esa incapacidad para aprender idiomas asombraba a mucha gente y directamente irritaba a Tutmosis, el asistente de Udjahorresne, el funebrero de la colectividad egipcia. Tutmosis tenía una facilidad extraordinaria para los idiomas, y podía entender que no todos la tuvieran...
-¡...PERO QUE NO PASE DE TRES PALABRAS, CARAJO! ¡TRES PUTAS PALABRAS! ¿CÓMO PUEDE SER, LA CONCHA DE SU MADRE?
Nunca se había visto a Tutmosis tan indignado como aquel día, y quedaba claro que su facilidad para los idiomas incluía una especialización en insultos de grueso calibre. El joven egipcio intentaba, pacientemente, entender qué trataba de decirle Heikkinen. A veces no era tan complicado, porque entre las varias lenguas que hablaba Tutmosis figuraba precisamente el albioní; pero parecía que bajo los efectos de una gran emoción, Heikkinen no recordaba más idioma que el de su país natal, o como mucho un albioní tan chapuceado y lleno de terminología suomi que hubiera sido más fácil entenderle si hablara arameo o cataico antiguo, y contra ese obstáculo se estrellaba cualquier buena voluntad de entenderle.
Pero ese mismo día se filtró un dato que alguien decía saber de buena fuente y que indignó todavía más a Tutmosis: al parecer el dominio que Heikkinen tenía del hispanio era como mínimo aceptable, pero sólo lo sabían quienes trabajaban con él en el Ayuntamiento. A todos los demás les ocultaba este dato, un poco porque le hacía gracia tomarles el pelo y otro poco porque le gustaban los hombres pero era muy tímido, de modo que, cuando encontraba uno que le gustaba, lo piropeaba en suomi para que no le entendieran y en consecuencia no avergonzarse. Hacía esto sobre todo tratándose de hombres que, como Tutmosis, gustaban de las mujeres y que, por lo tanto, quizás recibieran mal sus requiebros.
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LA CORONA DE LUZ 3: BROMAS MACABRAS
FantastikTercera entrega de la saga LA CORONA DE LUZ, iniciada con LA TRAVESÍA DEL HUÉRFANO. A casi un mes de que concluya la condena a prisión de Azrabul en el presidio de Despeñadero de los Jotes, una lúgubre aparición inspira vagos presagios a Gurlok, qui...