06 | Bienvenida a la familia

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06 | Bienvenida a la familia

Emma:

Los problemas habían llamado a mi puerta.

Literalmente.

Desde la planta alta escuché el timbre sonar y, sabiendo que no se trataba de Koen, porque habíamos acordado que con un mensaje bastaba para que saliese y lo encontrase al final del callejón, abrí la puerta de la habitación para escuchar de quién se trataba.

El pelinegro había insistido en recogerme en la mismísima puerta, pero yo estaba empeñada en ahorrarle una confrontación vergonzosa con mis padres. Y menos mal, porque cuando escuché a mi madre saludar a la vecina, supe que la conversación iba, de alguna manera u otra, a terminar mal para mí.

Intenté no darle demasiadas vueltas al asunto, Koen vendría a por mí en cuestión de minutos y todavía tenía que terminar de maquillarme y ponerme el vestido que había escogido de mi armario. Sin embargo, no me quedó más remedio que soltar una maldición al darme cuenta de que, por culpa de mis manos temblorosas y del pánico a que mi madre subiera, me había hecho daño con el pendiente.

Estaba revisando mi maquillaje en el espejo de mi habitación cuando escuché el ruido de varias zapatillas subir las escaleras y me obligué a tomar aire, preparándome para lo que vendría a continuación.

Mi madre no se molestó en llamar a la puerta o en anunciarse. Como esta estaba entornada, la empujó suavemente para mirarme por primera vez en meses.

—¿Por qué la vecina dice que estás saliendo con una personalidad pública?

Demasiado cobarde como para apartar la vista de mis propios ojos, busqué a tientas el pintalabios que quería llevar esta noche y, sabiendo que la vecina estaba presente, justo detrás de ella, le respondí.

—Porque es verdad.

Su risa irónica me puso los vellos de punta.

—No me hagas reír, ¿en qué momento piensas que se fijaría en ti? Dime que no eres tú la de la foto y desmiente lo que está diciendo Maggie para que pueda irse. Demasiado tiempo está perdiendo ya con este sinsentido.

—No puedo desmentir algo que es cierto —repliqué, perfilándome los labios y fingiendo que no me temblaban los dedos.

—¿Esperas que me crea que lleváis saliendo meses y no se te ha ocurrido comunicarlo en casa? —replicó.

—Dado el estado de nuestra relación, que conoces perfectamente, y el hecho de que me gustaría llevar una vida normal, no, no se me ha ocurrido. Era un secreto.

—Pues si era un secreto deberías haberlo escondido mejor, no dejar que te cargase en mitad de la calle como si no pudieras caminar por tu maldita cuenta. No te crie para eso.

—Y gracias a Dios.

Así jamás le daría la espalda a alguien que me importase por un error y una historia mal contada. Cuidaría de los míos como nunca nadie me había cuidado a mí y lo daría todo por ellos.

Ahora que sabía cómo se sentía que te dieran la espalda, jamás lo haría con nadie que mereciera la pena.

Aquel era uno de los debates internos que había tenido a raíz del accidente. A menudo pensaba que mi madre tenía todo el derecho del mundo a no dirigirme la palabra y lo creía porque yo también estaba muy enfadada conmigo misma por permitir que sucediera semejante desastre.

Me costó mucho tiempo darme cuenta de que estaba pagando el precio de eso todos los malditos días, cada vez que veía la incapacidad de andar de mi padre y cada vez que mi madre me miraba como si quisiera echarme de casa para no tener que volver a verme nunca más. Estaba convencida de que mi padre era el responsable de que yo no estuviera en la calle, porque a ella ya no le quedaba ni siquiera un pellizquito de su corazón para compartirlo conmigo.

El Caos de tu MiradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora