07 | Jardines marchitos

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07 | Jardines marchitos

Emma:

Siempre había creído que las relaciones se cuidaban y se nutrían con el paso de los años. Tener vínculos especiales se traducía en trabajar tu sentido de la empatía y en preocuparte por tu entorno. Sin embargo, recientemente había aprendido que hacerlo no garantizaba que la gente a tu alrededor te quisiera por tu esfuerzo y dedicación hacia las personas a las que amabas.

Me gustaría haber podido ser consciente de ello mucho antes, cuando todavía era lo suficientemente inocente como para que cualquier mentira bonita pudiera disfrazar mi vida de una falsa realidad. Ser presa de lo idílico y lógico no me había llevado a encontrar soluciones a los problemas de mi vida y aquello me marchitaba por dentro.

Alguien había dicho alguna vez que las personas éramos como flores y que nuestros vínculos y nuestro estado anímico venían determinados por la manera en la que nos presentábamos. Era una manera muy gráfica que servía como guía y ayuda para descifrar a los individuos de nuestro alrededor.

A pesar de ello, el esfuerzo no siempre era equiparable a los resultados. Yo me había pasado años luchando por cuidar a los míos y el jardín en el que había crecido con los años había terminado marchitándose poco a poco después del accidente.

Si tuviera que evaluar con objetividad el jardín de mi vida diría que solo quedaban tres tallos en pie, entre los que había uno más débil y triste que los demás.

Lena era uno de ellos, agradecía todos los días que mi mejor amiga estuviese para mí, apoyándome en mis decisiones y respetándolas cuando no le parecían la mejor opción viable. Conocerla había significado un antes y un después en mi vida. Jamás olvidaría la vez en la que coincidimos en el instituto y la pillé llenándole la taquilla de confeti a uno de los chicos del equipo de baloncesto porque se había metido con ella.

«No dejaré que un tío me diga qué cojones debo ponerme o cómo narices debo comportarme. Cuando sea capaz de deshacerse del confeti, que vuelva a meterse conmigo si tiene ganas, la próxima vez, le pondré purpurina en las pelotas».

Fue el mejor día de mi vida. Especialmente porque terminé ayudándola en aquella jugarreta y la reacción del capitán del equipo terminó haciéndose viral en internet.

Eric era otra de mis flores en perfectas condiciones. Mi compañero de trabajo había terminado convirtiéndose en un amigo de vital importancia para mí, uno que no me juzgaba y que respetaba mis silencios y mis secretos porque no los consideraba necesarios para quererme. Me había dicho en diversas ocasiones que prefería mi comodidad antes que mi ausencia al hacerme rememorar momentos traumáticos de mi vida.

Conocía algunos aspectos de ella, como Koen, pero no con demasiados detalles. Sabía que había dejado de beber porque había tenido un accidente y que me sentía insegura cuando perdía el control de mi vida porque después de aquella experiencia me resultaba imposible no analizar mi entorno con urgencia para evitar un desastre de magnitudes similares. Sin embargo, nunca supo qué fue lo que pasó realmente, mis vivencias o la manera que tenía para salir adelante. El único vestigio que le quedó de mis remedios fue que iba al psicólogo. Me resultaba imposible hablar de más por temor a que me diera la espalda.

Griffin era la rosa que se estaba marchitando y cada pétalo que caía de él me aterrorizaba. Después del accidente había aprendido a razonar y a comprender los motivos de su neutralidad. Entendí que los ataques de mi madre le daban miedo y que no quisiera que nuestra familia se fragmentase más de lo que ya lo estaba. Fueron años muy cambiantes, cada uno sobrevivió como pudo y sacar la casa adelante fue nuestra única motivación común.

El Caos de tu MiradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora