11 | Sentir sus manos

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11 | Sentir sus manos

Koen:

Había pasado una noche de perros.

Emma había sido el centro de mis pensamientos toda la noche. Era incapaz de borrar de mi mente cómo se deshizo contra el asiento de mi coche, la forma en la que gritó que me detuviese, su rostro pálido y la manera en la que su cuerpo temblaba cuando abandonamos el vehículo.

Decir que la preocupación casi acabó conmigo anoche no sería suficiente. Hubo un momento entre aquellas escenas en el que estuve plenamente convencido de que iba a desmayarse. Me había pasado toda la noche sintiendo el modo en que sus manos temblorosas acariciaron mi rostro como si estuviera intentando borrar algo de él.

Todavía podía sentirlas.

Me odié a mí mismo por obligarla a volver a pasar por el tormento de subir a mi coche de nuevo, pero no había manera alguna de que nos hubiese permitido pasar la noche entre oscuridad y ruidos que la hacían sobresaltar cada vez que los escuchaba.

No estaba dispuesto a dejarla toda la noche reviviendo una y otra vez la que supe que era su peor pesadilla.

Cuando Enzo me llamó para comunicarme los datos con los que la prensa se había hecho y me comentó la gravedad del asunto, supe que sería imposible para ella volver a casa. No había manera alguna de que la sacase de un infierno para meterla en otro. La prensa ya le había dado demasiados problemas y su mente estaba ocupada lidiando con otro. No era necesario seguir importunándola.

Enzo me pidió que tuviese cuidado al acercarla a casa, yo le dije que no lo haría, plenamente convencido de ello.

—No. —Empezó a rebatirme, pero los temblores del cuerpo de Emma contra el mío me llevaron a interrumpirle para dejarle claro la firmeza de mi decisión—. He dicho que no, tú no lo entiendes.

No era capaz porque yo tampoco lo hacía. Lo que había sucedido por la noche me había robado el alma del cuerpo para vendérsela al diablo y dejarme sin ella.

Después de la llamada y mientras la escuchaba contar estrellas lentamente para tranquilizar sus respiraciones, no dejé de darle vueltas al hecho de que toda aquella situación había sido culpa mía. De no haber sido por nuestro trato y por las entrevistas de las que yo también me había escaqueado, nadie la habría acosado ni perseguido por la calle, no habría terminado en mi coche y nosotros no habríamos tenido que pasar horas apoyados contra el tronco de un árbol, pasando frío ni descomponiéndonos, ella por sus problemas y yo muerto de los nervios y de la preocupación.

No supe cómo disculparme. Por eso lo hice lo mejor que pude, de una manera deprimente y estúpida. Mientras íbamos en el coche simplemente dejé de intentarlo. Ella parecía concentrada en respirar y yo no estaba dispuesto a hostigarla.

Llegué a odiar la dureza y la franqueza con la que le hablé después de regresar a la planta baja, cuando por fin pude obtener de ellas alguna respuesta que no fueran sus ojos apagados y la seriedad de sus labios.

Estaba hecha un desastre.

Era como mirar a un fantasma.

Y sus contestaciones, aunque me llevaran al borde del enfado, me habían servido de mucho. Necesitaba traer de vuelta esos ojos llenos de vida que había visto durante los últimos meses.

Una parte de mí comprendía los motivos de su enfado, pero otra muy distinta no hacía más que gritarme para que pusiera un punto y final a su razonamiento y raciocinio. Era imposible que fuera capaz de tranquilizarse en el interior de una casa a la que ya no podía llamar hogar y donde era continuamente aplastada por el maltrato psicológico al que la sometía su madre. No había sido partícipe de ninguna de sus conversaciones, pero solo me había bastado verla una vez y estudiar las reacciones de Emma al hablar de ella para descubrir la clase de tortura emocional por la que estaba pasando.

El Caos de tu MiradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora