7. MAS ALLÁ DEL CONFÍN

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«...la voluntad tiene por objeto un fin, pero unos piensan que su objeto es el bien, y otros que es el bien aparente.
Si se dice que el objeto de la voluntad es el bien, se sigue que el objeto deseado por un hombre que no elige bien no es objeto de voluntad
(ya que si es objeto de voluntad, será también un bien; pero, así, sucedería que sería un mal); en cambio, para los que dicen que el objeto de la voluntad es el bien aparente, no hay nada deseable por naturaleza, sino lo que a cada uno le parece: a unos una cosa y a otros otra, y si fuera así, cosas contrarias».

(ARISTÓTELES, Ética Nicomaquea 1113ª-1113b, cit.)

De nuevo frente al confín de Hipocondría. El zumbido del campo de energía y su dolorosa luz azul parecen advertirle de la gravedad de lo que va a hacer.

El grito de Lara se bifurca en su mente con dos lenguas hirientes. Una le dice que ese grito fue el anuncio de la muerte. La otra le dice que debe seguir a la esperanza de volver a encontrar a la chica extraña.

«¡Extraña! ¡Ja! Ella es lo más coherente que ha habido en mis últimos ciclos de vida!»

Duda unos instantes antes de introducir las manos en el torrente energético. La barrera fluye a lo largo de su piel, tensionándola. El zumbido se convierte en chisporroteo, pero parece que sus extremidades siguen intactas cuando las saca de nuevo de la barrera.

Mira por última vez hacia la ciudad. Construida sobre la mentira. Y alimentada por... ¡No! Hipocondría nunca más volverá a ser su hogar.

Sin pensarlo más, cierra los ojos e introduce todo el cuerpo. Un agradable calor lo acoge. Y siente como se desvanece conforme traspasa el flujo energético. Hasta que desaparece ¡Ha pasado!

Un líquido frío se derrama sobre él. Abre los ojos, y todo es sorprendente, pero no hay nada que le haga gritar horriblemente como lo hizo Lara.

El líquido cae del espacio.

«¡Es lluvia!». No quema, alivia.

Frente a él se extiende una tierra quemada y desconocida, a sus espaldas la barrera, guardiana de la horrible verdad que acaba de descubrir.

Deja que el torrente celestial le bañe, como un manantial purificador que lo libere de todo lo que supone ser un hipocondrita.

Se frota las manos para ayudar a la lluvia a esa purificación. Entonces, ve sus manos, ennegrecidas, y el agua no las aclara, como si fuese una quemadura en vez de suciedad. Sus venas abultan más de lo que recuerda.

«¡Me quemo!» eso le dicen sus ojos.

Pero no siente dolor.

«¿Será la lluvia? ¿Habrá una cúpula celeste sobre Hipocondría que nos protege de éste fenómeno abrasivo?»

El aguacero cesa. Las hondas producidas por las gotas acaban languideciendo en las charcas. El cielo gris ahora se espeja en el agua aplacada aquí y allá.

Allan se postra ante el charco que repta a sus pies. Y observa su silueta reflejada.

Un ser desconocido le recibe al otro lado del espejo. Un cráneo lampiño cobija los ojos que aún reconoce. Sus mejillas están salpicadas de pústulas, apresadas por un racimo de venas a flor de piel, palpitando.

«¿Y mi oreja izquierda? ¡Me falta una oreja!»

Es el aspecto de un ser hervido.

Se palpa toda la cara y la piel oscura.

Entonces grita, antes de perder la consciencia. Un grito inhumano, más atroz que el que profirió Lara. Capaz de aterrar a quienes en el otro lado de la barrera disfrutan de sus anodinos ciclos de diversión.

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