12. EN LA HUMEDAD

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Dalil mira contrariado como Lara permanece en lo alto de la duna. Tan inamovible como una ruina en el desierto.

—No es momento de remilgos —comenta el contrabandista.

—Es importante para ella —explica Allan, que lleva unos minutos valorando qué hacer si los contrabandistas la obligan a despojarse de sus telas. Empieza a sentir que moriría por Lara si fuese necesario.

—Es im... impor... importante sobrevivir —Rayan está anudando las telas de los cuatro hombres —, eso es lo importante.

—De todas formas —el Hipocondrita señala la larga serpiente textil que no para de crecer sobre la arena—, no creo que necesitemos sus telas ¿No? ¿Qué opinas Dalil?

El contrabandista gruñe como única contestación.

Lara está descendiendo la pendiente arenosa hacia el grupo. Cada pisada deslizante se convierte en un contoneo provocador, para Dalil de telas codiciadas, para Allan de heroína regresada de un exilio pretérito.

—¿Y bien? —pregunta el contrabandista cuando la chica los alcanza.

Ella niega con la cabeza.

—No me quitaré las telas, antes prefiero morir —Allan se mueve inquieto ante esa última opción—, pero en compensación seré yo la primera en bajar. Si la muerte nos espera ahí abajo, dadme la oportunidad de poder avisaros antes del peligro.

—No, yo bajaré —Allan es el que más se sorprende de sus propias palabras. Un único ojo azul y femenino lo mira con interés, pero nadie se da cuenta.

—Lo justo es que baje ella —gruñe Dalil—, cada uno con su sacrificio.

Rayan y el otro contrabandista asienten.

—Ten —interviene el tartamudo entregando a la chica el extremo de la cuerda improvisada—, puede que te fa... fal... falten algunos me... metros.

De improviso, es otra mano la que se interpone. Una mano desnuda de piel oscura que toma la cuerda antes de que nadie pueda evitarlo. Allan corre como un poseído hacia el cortado y se tira al suelo. Finalmente desaparece, sordamente, sin el estruendo que si hace el torrente cercano que muere en ese abismo.

Lara es la primera en reaccionar, cogiendo las telas que se han tensado con el peso de su amigo. Las recorre hasta llegar a asomarse por donde éste ha desaparecido.

—¡Allan! —grita hacia las nubes que tapan la pared— ¿Estás bien?

—¡Maldito idiota! —protesta Dalil a su lado. También está sujetando la cuerda. Rayan y el otro contrabandista no tardan en unirse.

—¡Sí, estoy bien! —la voz no suena del todo serena—, ¡pero bajadme con cuidado, la pared se deshace con facilidad y se me llenan los ojos de arena!

Pero no es arena lo que impregna las manos del hipocondrita cuando éste se agarra nervioso a la pared. Es la sal del torrente marino que queda como único testimonio del salto fluvial,  ya que el agua se evapora increíblemente rápido con el asfixiante calor, y los cristales de cloruro sódico se precipitan en la pared. Las nubes de vapor que salpican el desnivel también dan fe de ello.

Allan respira la humedad caliente que congestiona cada exhalación. Está empapado en sudor.

Pronto se da cuenta de que la fragilidad salina de la pendiente es una aliada, pues amortigua su torpe descenso.

Nada se oye arriba.

Desde abajo, sin embargo, recibe un canto coral de animales emboscados en la hojarasca.

Finalmente llega al extremo de la cuerda y salta. Solo un metro y medio le separaba del suelo. Sonríe con alivio, Lara no tendrá que desnudarse o... morir por ello.

Tras dar unos tirones a la cuerda para indicar al grupo que ya está en suelo firme, las subidas y bajadas de de las telas se suceden para bajar a las liebres.

Allan las ata a los árboles circundantes. Lo hace con un respeto ceremonioso hacia unos tallos milenarios que nunca había visto en la yerma hipocondría, y que le maravillan por su inmóvil vitalidad.

Todo está barnizado por la brillante humedad.

Se alegra de que Lara descienda la primera, ve que conserva sus telas intactas. También prefiere que el resto del grupo no vea su momento de debilidad cuando ambos se abrazan y suspiran aliviados.

—No creas que te lo voy a agradecer —le susurra ella para que no la oigan los contrabandistas que ya están bajando—, una promesa es una promesa.

El ojo azul de Lara no puede evitar entornarse de satisfacción.

—No creas que lo he hecho por ti —no hay ninguna tela que tape la sonrisa traviesa del hipocondrita.

Dalil salta antes de llegar al final de la cuerda, cuando valora que es seguro. Lo hace con estruendo, barruntando algo.

Cuando pasa al lado de Allan lo aparta con cierto desdén. Está enfadado. Va desatando una a una las liebres, mientras el hipocondrita lucha por no decir nada, tal y como le ha indicado el gesto de Lara. Todo necesita su tiempo.

Entonces, Rayan irrumpe en la escena para borrar toda la tensión con su precipitado lenguaje:

—¡He en... encontrado los trineos y a... a...!

—¿Muerto?

Rayan asiente.

—¿Las liebres?

—Tam... también.

—Bueno, era una muerte anunciada —el tono de Dalil refleja su contrariedad, desmiente su indiferencia—, es demasiada altura.

—No. No ha si... si... si...

—¿¡Qué quieres decir?! ¡Habla! —Dalil crispa los puños— ¡Maldito tartamudo!

Todos paran lo que estaban haciendo. Las propias liebres se paralizan, atentas a la furia del jefe de los contrabandistas. Ni siquiera rumian.

El silencio se impone, incluso entre la vida oculta de la hojarasca.

A Rayan le tiembla el mentón. Nadie sabe si lo que afecta a sus ojos es la humedad de ese nuevo territorio o algo más profundo.

Se da la vuelta y se limita a indicarles que le sigan.

Cincuenta metros más allá, siguiendo al cobijo de la pared, llegan hasta la escena dantesca que Rayan ha descubierto.

Un amasijo de madera, hierros, carne y pelos de liebre se entremezcla con la sal y la sangre.

Allan tiene que desviar la mirada para evitar el vómito. Algunos insectos ya están dando buena cuenta de los restos.

—¡Es horrible! —se atreve por fin Lara a romper el silencio.

—Habrá que limpiarlo todo , necesitamos las plataformas del trineo para transportar todos los pertrechos y víveres que podamos —ordena Dalil.

Esta vez nadie se atreve a contradecirle. Todos entienden que su enfado nace del desafío de autoridad por parte de los dos hipocondritas.

—Po...podemos cazar.

—¿Insectos? —parece que Rayan es un blanco fácil para Dalil— ¿Qué te hace pensar que hay animales más grandes que esas hormigas que se están comiendo a nuestro compañero?

El tartamudo se acerca al cadáver del desdichado contrabandista y señala sus tripas florecidas.

—Eso no lo ha he... hecho la caída. Sss....son...de...dente... dentelladas.

Y acto seguido señala un rastro de sangre que se pierde en la espesura de la húmeda selva.

CIUDAD SIN MUERTE Donde viven las historias. Descúbrelo ahora