Ya hace días desde que se internaron en la jungla.
Pero son años los que parecen atesorar sus manos desde que perdieron las liebres, porque el sufrimiento surca cada centímetro de piel debido a que han tenido que tirar del trineo ellos mismos a partir de aquel momento.Cuando comenzaron, el sonido sibilante del machete hacía callar los sonidos de la selva. Como si se impusiese un respeto reverencial por parte de las criaturas de la hojarasca.
Ahora, sin embargo, al sonido seco del acero en los tallos, le sigue una algarabía excitada de aullidos y chillidos que a Allan le recuerdan a carcajadas. Como si el respeto de antaño se hubiese sustituido por el escarnio.
—Monos —le explica Dalil.
Allan nunca ha visto a esas criaturas, que se afanan en camuflarse entre las copas más altas de los árboles. Pero las descripciones de Dalil le fascinan. Él se hace una idea, a través de ellas, de que son los animales más cercanos al hombre, sin embargo, el jefe contrabandista acaba zanjando cualquier idealización del Hipocondrita:
—No les hagas caso, son una broma de la naturaleza. Una burda caricaturización del ser humano.
En las noches reina otro sonido menos estridente pero más peligroso, el zumbido de los mosquitos, que cada jornada remata poco a poco la labor de la jungla y les sume en un agotamiento mayor.
—Deberíais poneros algo en la piel —Lara puede dar ese consejo porque ella se está librando de los picotazos gracias a las telas.
Allan esgrime puerilmente el machete contra una nube de los indeseables insectos. A pesar de la inutilidad del gesto, mandoble tras mandoble, la hoja del arma se impregna de cadáveres, tal es la aportación de los mosquitos a la densidad de la atmósfera nocturna.
—¡No aguanto más! —grita el hipocondrita perdiendo los nervios— ¡Prefiero la lluvia!
Dalil se acerca súbitamente a él y le lanza al rostro una bola de barro. Allan acalla estupefacto su conato de histeria, ya no le salen las palabras.
—La chica tiene razón —aclara el contrabandista mientras se embadurna el torso de barro—, ponte lodo por todo el cuerpo. Te aliviará los picotazos y te protegerá de algunos más.
—¿Y por qué me lo has lanzado así? —protesta Allan.
—Era eso o darte una bofetada. Estabas gritando mucho.
Lara asiente también.
—¿Y qué importa si estamos solos, rodeados de esta maldita selva?
—No estamos solos. Nos están siguiendo.
Allan se incorpora súbitamente, y no acaba de hacerse con el barro que necesita su piel.
—¿Cómo que nos están siguiendo? ¿Quien? ¿Es Rayan?
—¿Y para qué nos seguiría Rayan? —interviene Lara—. Se uniría a nosotros.
—Nos siguen para alimentarse —zanja Dalil— Son varios, cuatro o cinco por los rastros que he visto.
—¿Los has llegado a ver? ¿Son animales? —pregunta Allan.
—Se ocultan muy bien pero ¿qué si no podrían ser?
—Hombres —contesta el Hipocondrita como si fuese lo más lógico— no serían los primeros en comerse a sus congéneres.
—¿A nosotros? —Dalil esboza una sonrisa— te recuerdo que aun llevamos una jugosa liebre.
—Pues entreguémosla.
—¡No consentiré que le deis a Lubita! —Lara tiene los puños crispados.
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CIUDAD SIN MUERTE
Science Fiction⚠️Historia incluida en la lista de lectura de WattpadCienciaFiccionES como distopia⚠️ ¿Es posible vivir de espaldas a la muerte? ¿Prefieres hacer un bonito cadáver sin saber cuándo te va a llegar la hora o aceptar la realidad de que envejeces? Si...