10. ENTRE DUNAS Y HOGUERAS

20 8 17
                                    

Allan está meditando bien la respuesta antes de contestar. Pero Dalil se impacienta y vuelve a formularla.

—No me imagino cómo los nano conversores pueden hacer cambiar la visión del mundo que nos rodea, por eso te pregunto qué sentías. ¿Cómo es eso de verse guapo?

El desierto es quietud infinita pero Allan no acaba de encontrar la paz, y las preguntas de Dalil no ayudan.

—No me veía «guapo», no más que el resto de hipocondritas, todos creíamos serlo de manera natural. Así que, realmente... no sentía nada. Nada en absoluto. Hasta ahora.

—¿Ahora? —Dalil se incorpora en las alfombras que tapizan el vestíbulo de la tienda— ¿Qué quieres decir?

—He estado sintiendo el horror desde que crucé la barrera. Lo sentí al ver por primera vez cómo soy realmente. Pero durante estos días en Sidney y esta semana en el desierto, sin estar rodeado de la bella multitud de la ciudad, estoy empezando a vislumbrar algo nuevo.

Dalil se acerca aún más, mostrando el brillo de sus ojos negros enmarcados por las telas.

—Continúa —ruega el contrabandista, mientras se percata de que Allan está observando una figura entre los trineos y las liebres.

—Creo que la belleza está en la diferencia, en lo auténtico, en ser...

—¿Único?

Allan asiente. La luna baña una figura que vaga entre las liebres, alimentándolas, acariciando sus lomos y dedicándoles unas palabras tiernas después del agotador esfuerzo del arrastre diario.

Dalil identifica la voz entre la noche desértica y sigue con la mirada las curvas de las caderas de Lara, insinuadas bajo las telas. Alterna la visión observando a Allan, que permanece absorto mirando la misma efigie.

—¡Ah, ya entiendo! —Dalil da rienda suelta a unas risas exageradas. Alguna liebre se asusta. Y Lara mira a los dos hombres. En sus ojos hay reproche.

La noche del desierto no es capaz de enfriar el rostro de Allan, que se ha encendido como una antorcha por el torbellino interior de turbación que siente. No sabe reaccionar ante el descubrimiento insinuado por Dalil y rabia:

—¿Qué sientes tú al ser un monstruo?

La risa del contrabandista se corta de cuajo. Sus ojos fulguran un instante pero una serenidad aterradora se impone finalmente.

—Dímelo tú, con tus palabras acabas de ser el peor de todos.

Allan, cabizbajo, hubiese querido rectificar. Pero le cuesta pedir perdón. Porque es algo que no ha hecho nunca.

Todo es muy nuevo para él. Y siente que ahora toman sentido más que nunca las palabras de Lara cuando le llamó «ser desvalido».

Las liebres se acurrucan unas contra otras para buscar el calor amigo. Dalil se ha metido en la tienda y Lara ha hecho lo propio en la suya, al igual que el resto de los diez contrabandistas que forman la expedición, y que descansan hace tiempo.

Allan mira el cielo limpio que en un pasado olvidado estuvo emponzoñado por la radiactividad.

Por alguna extraña razón, los sentimientos que le abordan y que no comprende le hacen sentir como decía sentirse Lara en la ciudad. Y piensa que quizá si estaba solo en Hipocondría. Por eso ahora es incapaz de afrontar todo lo que implica estar acompañado.

***

El ciclo noche fría, día ardiente, arena pesada, se sucede eterno entre duna y duna. Las liebres van desapareciendo en las fogatas nocturnas. Se suceden los ciclos y la mitad de los trineos quedan amortizados la segunda semana de viaje.

Del desierto poco se puede decir. Monotonía extrema. Pero, con la llegada de las noches frías, las hogueras se convierten en el ágora de la expedición en el que cobran vida las historias de los contrabandistas. Algunas se convierten en secreto por respeto a Lara. Otras enervan lazos de compañerismo entre los viajeros.

A pesar del olor a liebre asada, ninguna alimaña desconocida se ha acercado durante la travesía. Se asienta cada vez más la idea de Dalil de que es un mundo de lagomorfos.

El baile de las llamas crea un efecto visual que imprime vida a las telas de todos los que rodean la fogata, al son del chisporroteo de la grasa lebrera.

—¿Cómo se formó el desierto? —Pregunta Allan, embriagado por las llamas y el ambiente de camaradería— ¿Es el polvo que quedó de las ciudades de los Antiguos?

Los contrabandistas ríen.

—Es un mar muerto —aclara uno de ellos—, el cadáver más grande que te puedas imaginar, incinerado por el sol. Un cadáver que avanza para hacerse con todo.

—¿No has oído al fantasma de ese mar prehistórico? —le pregunta otro.

—¿Ese ruido que llevamos dos ciclos oyendo? —Allan no sabe si están bromeando, pero decide seguir el juego.

—El mismo.

—Es un to... to... tor... rente. —interviene Rayan.

—¿De agua? —pregunta Lara intrigada—. ¿En el desierto? ¿Cómo es posible?

—Es agua de mar —Dalil ha salido de su tienda, preocupado por la causa de la conversación. Lleva tiempo estudiando a escondidas ese discurrir de agua. Se sirve de su curso como guía. Cree que puede estar conectado con las tierras que buscan.

—Entonces el mar sigue vivo. O por lo menos moribundo —Allan está perdido en ese mar, entre la conversación de esos hombres enigmáticos.

—Es lo que los antiguos conocían como océano Pacifico. Está más allá de Hipocondria —sigue explicando Dalil.

—Nunca lo he visto —apunta Lara.

—Porque salisteis por el lado opuesto de la barrera.

—Por lo menos no tendremos problemas de agua —celebra Allan.

—El a...agu...agua del mar es salada. No es potable —aclara Rayan.

—Además debemos evitar acercarnos al torrente. Su velocidad es alta, y la arena inestable.

—¿Y qué sentido tiene que el océano se adentre en el desierto? —pregunta otro contrabandista—, es ilógico, son los ríos los que deben desembocar en el mar.

—No tengo todas las respuestas —dice con aplomo Dalil—, pero es como si todo estuviese ligeramente inclinado hacia el interior del desierto. Y el mar, rebosante, pierde ese brazo de agua por la pendiente. Por eso lo estoy usando de guía, vamos hacia el centro de algo.

—Como el maldito desagüe de un fregadero —protesta lacónicamente el contrabandista.

—Como la trampa arenosa de un animal gigantesco —advierte otro, mientras amartilla su arma.

—¡No quiero supercherías! —advierte Dalil—, recordad que este viaje lo iniciamos porque un hombre vino desde esas tierras. Y lo que nos contó es como para albergar la esperanza de que podemos encontrar los recursos que necesitamos.

—O encontrar la muerte —susurra el contrabandista que está junto a Allan. Nadie excepto él a escuchado esa última sentencia

CIUDAD SIN MUERTE Donde viven las historias. Descúbrelo ahora