13. SELVA

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Todo es selva. Un tapiz verde entretejido desde el suelo enfangado hasta la hojarasca abovedada, a suficiente altura para enjaular cualquier evocación sobre otros paisajes.

Caminan tortuosamente al golpe de los machetes de Dalil y Rayan. El jefe contrabandista parece misteriosamente informado del terreno al que se iban a enfrentar y blande con destreza la herramienta.

Van en fila de a uno. Lianas y enredaderas se afanan en arañarles brazos y piernas. Lara permanece impoluta, gracias a que es la única que conserva las telas.

Excepto quienes abren la marcha con los machetes, todos miran al suelo, siguiendo los pasos de quien les precede. Ensimismados en sus propios pensamientos.

Lara valora el sacrificio que silenciosamente está realizando con las telas, cada vez más pesadas por la humedad y que empiezan a oprimirle el pecho. Allan piensa en Lara, de muchas maneras,
de forma que, a lo largo del discurrir del tiempo, sus rarezas, sus peculiaridades, que muchos verían como defectos, se van convirtiendo en sus anhelos.

Dalil también tiene la cabeza en otra parte, pero ninguno de los expedicionarios se imaginan que esa «parte» es hacia donde se dirigen. El líder contrabandista les ha ocultado algo, y la selva es cómplice de ello.

Rayan piensa más rápido de lo que habla, pero lo hace poco, porque su mente está presa de un pánico ahogado desde que descubriesen los despojos mordisqueados del compañero fallecido.

Moad, el contrabandista que ha muerto despeñado y masticado, se llamaba Moad. Allan se lo ha preguntado a Rayan, porque ahora tiene la certeza de que los nombres son importantes. Son la memoria de quienes ya no están. Es lo que queda, y perduran más allá de los despojos.

Rayan ha enterrado sus restos. Que quizá podían haber sido el contenido de una bandeja gourmet en Hipocondría. No es el cinismo quien alienta este pensamiento en las calenturientas sienes de Allan, es la rabia aún contenida por todo lo que ha descubierto.

¿Y las liebres? Las cuatro que aun sobreviven tiran de lo que queda del trineo como engendros heroicos  con los ojos inyectados en sangre. Cuando la comitiva hace un alto para descansar, los lagomorfos aprovechan para rumiar plácidamente todo lo que encuentran entre el fango, con cierta dulzura en sus miradas hacia los cuatro humanos que las privan de libertad. Hyde tira, Jekyll rumia.

—¡Toma! —quien saca a Allan de su ensimismamiento es Dalil, que le está tendiendo el machete para que lo coja—, ahora te toca a ti y a la chica.

El contrabandista no se esfuerza en ocultar las ampollas y la sangre que salpican las palmas de sus manos. Allan las observa hipnotizado, y Dalil parece haber adivinado sus temores:

—No te preocupes, te acostumbrarás. Llega un momento en que dejas de sentir el dolor porque la empuñadura acaba convirtiéndose en parte de tu mano, indivisible. Pero, recuerda, el tajo debe ser firme y seco, ¡con decisión! Lo que avancemos cada jornada no depende de nuestras piernas, sino de la capacidad de desbrozado de nuestros brazos.

Allan asiente con resignación. Lara se le ha adelantado y ya ha causado bajas entre la maleza. Al hipocondrita le parece que la selva se rinde a los pies de la extraña chica.

***

En el siguiente descanso son las manos de Allan las que lucen ampollas sanguinolentas tras horas de mandobles cada vez más agónicos. Las vendas de Lara también están enrojecidas.

Los dos hipocondritas, exhaustos, se dejan caer sobre el barro, en silencio. Mientras los contrabandistas recuperan los machetes.

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