Capítulo 19

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Como siempre le pasaba cuando Alejandro ejercitaba cerca de ella, toda su atención se encontraba fija en él. Sentada en una silla reclinable en el parque que comunicaba su departamento con la casa de su hermana, intentaba en vano terminar de leer la intrigante novela policial que había empezado al llegar a Tandil. El final se acercaba y deseaba descubrir la identidad del verdadero culpable de la historia. Sin embargo, apenas podía mantener los ojos en el texto, ya que estos se desviaban una y otra vez hacia el atractivo y sensual hombre frente a ella.

Era una tarde cálida y soleada, ideal para disfrutar del día al aire libre, y aunque su compañero se había mostrado un poco reticente al principio —le preocupaba que se expusiera a un posible ataque—, cedió al comprender que no podía mantenerla encerrada todo el tiempo. Tras ordenarles a sus oficiales que realizaran un exhaustivo recorrido de los alrededores, y luego de que estos le confirmaran que nadie acechaba, por fin se relajó lo suficiente para permitirse hacer un poco de ejercicio. Aun así, seguía atento al entorno y a cualquier aviso que recibiera por parte de ellos.

Un repentino sonido de vajilla chocándose proveniente de la otra vivienda le recordó que no estaban solos y toda la calma que Martina había conseguido hasta ese momento, volvió a abandonarla. Era obvio que Candela Vega encontraría una excusa para estar en la cocina de la otra casa. Desde allí podía verse toda la extensión del parque a través de la ventana y estaba claro que la joven policía no iba a perder una oportunidad de contemplar a su compañero en plena actividad física.

Con un resoplido, cerró el libro de golpe, se levantó y regresó al interior de la vivienda. Sabía que no debía dejar que le afectara de esa manera, pero su paciencia tenía un límite y lo cierto era que estaba muy cerca de alcanzarlo. Decidida a apartarla de su mente aunque fuese por un rato, se dirigió a la cocina para preparar más café. Era consciente de lo mucho que a él le gustaba y se aseguraba siempre de que tuviese a disposición. Lo hacía desde que tenía memoria, tal vez como un modo de consentirlo, de mimarlo, y no iba a dejar de hacerlo nunca.

—Amo tu café, corazón.

La profunda voz de Alejandro susurrada a su espalda la sorprendió. No lo había oído entrar. Se estremeció al sentir que le apartaba el pelo con la mano y suspiró cuando sus húmedos labios rozaron la piel de su cuello.

—Y yo amo verte entrenar —declaró con tono juguetón mientras giraba entre sus brazos hasta quedar de frente a él.

—¿Ah, sí?

—Sí, en especial cuando hacés dominadas. Me gusta la forma en la que se te marcan los músculos del pecho —continuó a la vez que deslizaba las manos sobre su torso desnudo—. Cómo se tensan con cada movimiento de tu cuerpo: arriba y abajo... arriba y abajo...

Esta vez fue el turno de él de estremecerse. Le encantaba cuando Martina actuaba con sensualidad.

—Sos diabólica, ¿lo sabías no? —murmuró con voz ronca, sin duda, afectado por el doble sentido de sus palabras—. ¿Qué voy a hacer con esto ahora? —preguntó al tiempo que llevaba la mano de ella hasta su endurecida entrepierna.

Martina se lamió los labios al sentir la firme erección que pujaba debajo del pantalón y, sin el menor pudor, cerró los dedos a su alrededor. Él gimió en cuanto sintió la deliciosa presión.

—Se me ocurren algunas cosas —provocó con picardía.

Pero antes de que pudiera decir nada más, oyeron la voz de Esteban Campos. Se separaron con brusquedad en cuanto el hombre abrió la puerta de golpe y entró en el departamento. ¡Mierda! Iba a tener que empezar a cerrar con llave.

—Mmmm, qué bien huele —dijo este a la vez que se dirigió a la mesada donde se encontraba la jarra con café, ajeno por completo al íntimo momento que acababa de interrumpir.

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