El abuelo

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Las enormes murallas de Artemia aparecieron con el sol de la mañana que se asomaba por detrás de la caravana. Muros blancos imponentes de milenios de edad llenaron de asombro y curiosidad el corazón de Eri, al punto de que saltó del carro del cochero, del cual no se había separado durante el viaje de dos semanas y corrió hacia las puertas de la ciudad; su entusiasmo se encendía como las mismas llamas que respiraba. Los soldados se apartaban de su camino, había tenido tiempo para ganarse muchas simpatías, pero también, el incidente de los bandidos había encendido algunos miedos; Frey la había hecho prometer que nunca volvería a lastimar a nadie. Eri se tomaba esa promesa muy en serio, procuraba hacer las cosas despacio para no lastimar a nadie, ni romper nada.

Runaesthera la seguía a caballo suplicándole que parara, la niña se hacía más fuerte día tras día a la vez que dormía menos y comía más. Fue la voz de Freydelhart la que finalmente la hizo parar frente a la primera columna de la caravana. 

—¡Eri! Ven acá. Te llevaré a dar la vuelta al muro —ya lo tenía planeado, dejaría los asuntos urgentes a su segundo por unas pocas horas, y daría un paseo con su nueva familia. De todos modos, pospondría el ver al rey todo lo que pudiera.

Con ojos como platos Eri dio la vuelta y saltó al caballo con su padre al que por poco hizo caer. Él la atrapó en un abrazo y sacudió el polvo del vestido que Eri llevaba ya bastante sucio y desarreglado, sus alitas habían desgastado casi toda la espalda, las movía frenéticamente cuando saltaba, pero no parecían hacer ninguna diferencia, durante el viaje, había aprovechado las pausas para subir a los árboles cercanos saltar de alguna rama alta y tratar de volar. Al parecer, aunque no sabía leer y entendía poco el mundo, sí sabía que los dragones podían volar; caía como una piedra cada vez, afortunadamente no se lastimaba, Runa y Frey solo se habían preocupado la primera vez. 

—¡Papi vamos a subir a la pared! —Eri se había hecho también más cariñosa con los días. Runa se acercó a ellos al galope, visiblemente frustrada.

—Eri por favor, no te vayas sola por ahí. Frey, a veces no sé como haces que siempre te haga caso.

—Papi da miedo, su ceño se frunce feo. —La pareja no pudo sino reír, Runa se burlaba de él porque su ceño se fruncía hasta cuando comía o se sentaba a pensar. Si Eri tenía oportunidad, trataba de borrar su ceño fruncido con sus manitas.

Dejaron que los soldados marcharan en desfile hacia el castillo con Jimmer a la cabeza para que se fueran desbandando a los cuarteles, mientras la recién formada familia rodeaba la muralla a caballo por las grandes almenas. A Eri le llamaron la atención las ballestas que remataban cada uno de los matacanes. Frey no tuvo forma de explicarle para qué eran, aún no sabía que tanto entendía de la guerra contra su raza. En su lugar le mostró el interior de la opulenta ciudad, con distritos delimitados por los anillos de agua, canales que proveían a toda la ciudad del vital líquido para que sus habitantes usaran para vivir, o para apagar el fuego de un ataque de dragón; los alimentaba un conjunto de ríos que bajaban de la montaña sobre la que se erguía el castillo, una antigua construcción élfica hecha por completo de piedra blanca, prácticamente brillaba con el sol matinal. La ciudad misma era testimonio de la larga guerra con las mortales bestias. Con una alta cordillera a un lado, y el mar al otro, Artemia sería siempre el centro del mundo, o eso auguraban los oráculos.

El largo paseo terminó casi al mediodía, volvieron a pie tirando de los agotados caballos hasta el camino que llevaba al palacio real. El castillo de Artemia era hasta diez veces más grande que el de Meyrin, donde Eri había vivido. Se elevaba desde la falda de la montaña así que en realidad el camino no era una cuesta muy pronunciada, el río que alimentaba los canales corría junto al camino, era pues, una caminata muy agradable. Frey aún no se sentía preparado para llegar al final.

Capullo de Dragón.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora