CAPITULO 12: "Maceta de tierra"

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Nos habíamos escabullido en la parte trasera de la tienda, buscando un rincón tranquilo para hacer un desastre. Nos arrodillamos en el suelo, la maceta vacía entre nosotros y una bolsa de tierra cerca. El ambiente era íntimo, con poca luz y la humedad de la lluvia.

—¿Listo para ensuciarnos las manos? —preguntó, sonriendo de lado. Mi risa fue una respuesta suficiente, ligera y despreocupada.

Comenzamos a llenar la maceta con tierra, tomando montones y dejándolos caer. Pronto, nuestras manos se encontraron en el mismo espacio, rozándose. Sentí una incomodidad al contacto, una electricidad que hizo que ambos nos detuviéramos por un segundo, mirándonos a los ojos.

—¿Así está bien? —pregunté, aún con sus dedos rozando los míos, fingiendo que nunca había tocado una flor en mi vida.

—Perfecto —respondió, con una voz más baja de lo habitual—. Ahora, necesitamos mezclar la tierra para que esté bien aireada.

Nos sumergimos en la tarea, nuestras manos trabajando juntas en la tierra oscura. A propósito, moví mis dedos para que se encontraran con los suyos nuevamente. Era la sensación de incomodidad que había sentido antes lo que me hizo hacerlo; quería comprobar el porqué de ello, sintiendo así la suavidad de su piel bajo la textura áspera de la tierra. Él hizo lo mismo y pronto, nuestras manos no solo estaban mezclando tierra, sino que se restregaban entre sí, como en un juego íntimo.

Apretaba, juntaba y se restregaba contra mí.

Me reí suavemente, tal vez de lo tonto que era esta situación o de esa sensación de incomodidad.

—Parecemos niños jugando con tierra —dije, con una sonrisa leve.

—¿Ah, sí? —replicó, con una sonrisa traviesa—. Tal vez me guste.

Con un gesto decidido, tomó un poco de tierra y la dejó caer deliberadamente sobre mi mano, mientras sus dedos seguían la trayectoria y rozaban los míos. La sensación era hipnótica, como si el simple acto de preparar una maceta se hubiera transformado en algo mucho más profundo.

—¿Y si hacemos el agujero juntos? —propuse, mi voz en un susurro.

Asintió y nuestras manos se unieron para hacer un pequeño hoyo en el centro de la maceta. El contacto era constante, intencional. Sentía su calor, aún con la ropa húmeda, su energía igual, y me preguntaba si él sentía lo mismo.

—Ahora, la flor —dijo, y le pasé la pequeña flor de lirio blanco. La tomó con cuidado y juntos colocamos la planta en el agujero, cubriendo luego las raíces con la tierra restante.

Nos quedamos así, nuestras manos aún juntas sobre la tierra, compartiendo un momento de silenciosa incertidumbre. Finalmente, levanté la mirada y encontré sus ojos, oscuros con una mezcla de diversión y algo más, algo que no se delataba.

—Creo que hemos hecho un buen trabajo —dije.

—Falta el agua —mencionó, sacando sus manos de la tierra y levantándose del suelo.

Lo seguí con la mirada mientras Alexander tomaba la regadera y volvía hacia mí. Con movimientos cuidadosos, inclinó la regadera y dejó que miles de gotas comenzaran a caer sobre la flor. El agua se deslizaba por sus pétalos, hojas y tallo, hasta finalmente llegar a la tierra y mojar mis manos. Podía sentir el ligero olor de la tierra húmeda al desprenderse, y me gustaba esa sensación.

—Hey... —dijo.

Y de repente sentí miles de gotas caer sobre mi rostro.

—¡Alexander!

Me levanté de golpe y por impulso pasé mis manos por mi rostro, sin recordar que estaban llenas de tierra. Solo escuchaba su risa de fondo.

—Qué manía tienes con dejarme todo mojado —dije, mirándolo un poco ofendido.

—Mhm... tal vez sí quiero eso.

Sus pasos se adelantaron hacia mí, y levanté un poco el mentón para mantenerle la mirada. Con la regadera en la mano y cerca del drenaje, enjuagó sus dedos, limpiando la suciedad hasta que su piel recuperó su tono natural. Dejó el rociador sobre la mesa y volvió a mirarme.

—Tienes la cara toda sucia.

—Bienvenido a la jardinería —dije irónicamente.

Soltó una sonrisa y posó su mano derecha sobre mi mejilla, limpiando la suciedad con las yemas de sus dedos. La sensación de incomodidad se deslizó hasta mi estómago, poniéndome nervioso de repente.

—Ya no somos niños jugando con tierra; ahora eres como mi mamá limpiándome —dije, soltando una risa tonta.

—¿Te ponías nervioso cuando tu mamá hacía eso o cuando jugabas con tus amigos en el parque? —dijo, acercando su pulgar a la comisura de mis labios.

—¿Qué?

—Te estoy coqueteando, Lyrik.

Se me cortó la respiración. Me alejé de golpe y mi corazón se aceleró.

—¿De qué hablas? —le dije, tratando de mantenerme sereno—. Deja de bromear.

Choqué mi cuerpo contra la esquina de la mesa, deteniendo mi caminar involuntario hacia atrás.

—No estoy bromeando —dijo, caminando hacia mí—. Me pareces interesante.

—¿Qué? —dije, en un tono nervioso—. Para, no me está gustando ese mal chiste, Alexander —traté de reír, pero no lo lograba.

—¿Mal chiste? —dijo, frente a mí.

—Solo mírate, eres atractivo... cualquier chica estaría tonta por ti, así que deja de jugar —mencioné, manteniendo su mirada.

—A mí no me gustan las chicas, es algo obvio, al igual que tú.

—¿Al igual que... a mí? —dije, casi inaudible, con la respiración cortada.

—Te lo puedo demostrar.

Mi cuerpo estaba inmóvil, mis ojos fijos en él sin parpadear, pero sentía mi corazón bombeando con rapidez, como si fuera una bomba a punto de explotar.

Su mano fue directa a mi cuello y la deslizó hasta mi mandíbula, sujetándome con algo de fuerza. Su cuerpo se pegó al mío, y su pulgar abrió mis labios. Cuando di mi último respiro seco, su rostro se acercó al mío, y sin poderlo pensar, agarré el primer objeto que mi mano encontró en la mesa y lo golpeé con él.

El sonido del impacto resonó en el aire, rompiendo la tensión del momento. Se tambaleó hacia atrás, girando su cuerpo y apoyando su mano izquierda en la pared. Sentí una oleada de emociones, desde el miedo hasta la adrenalina pura, recorriendo mi cuerpo.

—¿Qué demonios haces? —grité, tratando de recuperar el control de mi respiración.

Él levantó una mano, indicándome que me detuviera, mientras se tocaba la cabeza donde el objeto lo había golpeado. No podía verlo, y mi cuerpo temblaba.

—Lo siento —murmuró—. No quería asustarte.

Me quedé anonadado, tratando de recuperarme, y en esa fracción de segundo me di cuenta del objeto en mi mano: unas tijeras de poda. Pero no era eso en sí lo que más había golpeado mi mente, sino esas pequeñas gotas rojas sobre el hierro.

Alcé mi vista a Alexander, quien seguía de espaldas y apoyado en la pared; mi pánico regresó nuevamente a mi cuerpo, peor que antes.

—A-Alex... Alexander.

—Vaya que golpeas fuerte —dijo, con una leve risa que dio antes de girar a verme, y ahí lo noté, la sangre recorría su rostro.

—Dios mío...

De la impresión solté las tijeras dejándolas caer al suelo, y fui hasta él tratando de hacer no sé qué, solo estaba angustiado.

—Mierda, lo siento, lo siento... —dije, desesperado—. Déjame ayudarte, t-tengo un kit médico en algún sitio, solo déjame buscarlo, no tardo, te lo prometo.

Intenté apartar los mechones de su cabello de donde estaba la herida con mis manos temblorosas, pero fue en ese momento de descuido, que él me tomó y posó sus labios contra los míos.

ENTRE LIRIOS & SOMBRAS Donde viven las historias. Descúbrelo ahora