Capítulo 1.

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Las Gemas del Infinito, seis artefactos de poder inimaginable, son los fragmentos primordiales que dan forma al cosmos. Cada una de ellas encarna un aspecto fundamental del universo, y juntas poseen la capacidad de alterar la realidad misma.

Gema del espacio; otorga dominio sobre el espacio y la capacidad de transportarse instantáneamente a cualquier lugar del universo. Con ella, las barreras físicas son insignificantes, y la distancia se convierte en una ilusión.

Gema de la mente; ofrece acceso a pensamientos y sueños, permitiendo un control total sobre la conciencia de cualquier ser. La sabiduría y la manipulación mental son su dominio.

Gema de la realidad; permite alterar la realidad misma, transformando lo imposible en lo posible. La materia, la energía y las leyes de la naturaleza están bajo su control.

Gema del poder; concede fuerza ilimitada, la capacidad de destruir cualquier cosa y aumentar los poderes de su portador exponencialmente. Es la fuerza bruta encarnada.

Gema del tiempo; otorga control sobre el flujo del tiempo, permitiendo viajar a través de él, detenerlo o acelerarlo. El pasado, presente y futuro están al alcance de su portador.

Gema del alma; tiene el dominio sobre las almas y la esencia de los seres vivos. Puede manipular, corromper y controlar las almas, e incluso acceder a un mundo alterno donde residen las almas atrapadas.

Si las seis Gemas del Infinito se unieran en el poder de un solo ser malvado, el cosmos entero estaría al borde del apocalipsis. Tal poder absoluto permitiría al portador destruir, recrear o moldear el universo a su imagen, sumiendo a toda la existencia en una era de oscuridad y tiranía. No habría refugio, ni resistencia que pudiera soportar el embate de un ser omnipotente decidido a imponer su voluntad sobre toda la realidad.

El universo, en su vasta magnificencia, pendiría de un hilo, enfrentándose a una destrucción total o una eternidad de esclavitud bajo un poder absoluto y despiadado...





Rusia, 2005

La nieve caía en suaves remolinos alrededor de la base militar de Hydra, oculta en algún lugar recóndito de Siberia. Los edificios, de concreto gris y acero, se alzaban sombríos bajo el cielo invernal, casi camuflándose con el paisaje gélido. Un silencio opresivo envolvía el lugar, roto solo por el ocasional ladrido de los perros guardianes o el sonido distante de botas marchando.

Dentro de uno de los edificios principales, un grupo de científicos y oficiales de HYDRA se reunían en una sala de observación. Frente a ellos, una gran ventana de cristal permitía una vista clara hacia una sala de entrenamiento debajo, iluminada por luces fluorescentes frías. La atmósfera era tensa; todos sabían que el proyecto en el que trabajaban podía cambiar el curso del futuro.

En el centro de la sala de entrenamiento, una niña de apenas 7 años se encontraba de pie, erguida y con la mirada fija en el frente. Emma, con su cabello castaño recogido en una coleta, vestía un uniforme negro sin insignias. Su rostro, aunque infantil, mostraba una determinación inquebrantable, fruto de meses de rigurosa formación y pruebas. Los ojos azules de Emma no parpadeaban, incluso mientras el ruido de maquinaria pesada y voces murmurantes resonaban a su alrededor.

―Procedan con la siguiente fase de la prueba— ordenó el Dr. Ziengler, el jefe científico del proyecto, sin apartar la vista de Emma.

Una serie de dianas emergieron de las paredes de la sala de entrenamiento. Sin previo aviso, comenzaron a moverse rápidamente, deslizándose en patrones erráticos y casi impredecibles. Emma no vaciló. Con una precisión impecable, sacó una pistola de aire comprimido de su funda y comenzó a disparar. Cada tiro era certero, cada diana caía con un golpe limpio en el centro. Los observadores intercambiaron miradas de aprobación; la niña estaba superando todas las expectativas.

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