Capítulo 14.

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Durante los siguientes días los acercamientos entre ambas jóvenes eran iguales, se veían y si acaso la sokoviana intentaba saludarla, pero Emma seguía sin confiar en ella, la castaña sabía que en algún momento debía perdonarla, pero por alguna extraña razón, aún había en ella algo que no le parecía, en lo que cabe, normal.

Ahí estaban todos después de la intensa batalla en Sokovia, Wanda estaba contenta de ser una vengadora, pero su felicidad se iba al recordar a Pietro, ella estaba destrozada por la muerte de su hermano, por lo que ningún Vengador a excepción de Steve se había acercado a ella para hablar de ese tema, nadie era tan bueno con las palabras como él.

La sokoviana salió de su habitación, encontrándose con Emma sentada en un banco de la cocina mientras Sam y Peter hacían el intento de cocinar algo. Peter saludó amablemente a la joven siendo correspondido, pero Emma no dijo ni una palabra a la chica, era como si no existiera, generando que a Wanda le molestara este comportamiento.

—¿Por qué siempre me ignoras? — La voz de Wanda se hizo presente en el silencio incómodo. Emma se giró lentamente, encontrándose con los ojos de Wanda, que brillaban con una mezcla de frustración y desafío.

—No me gusta que jueguen con mi mente— respondió Emma con frialdad, intentando pasar de largo. Sin embargo, Wanda no se movió, bloqueando su camino.

—Te crees mejor que yo, pero venimos del mismo lugar, tú y yo somos iguales, te guste o no.

—Te equivocas, hay una gran diferencia entre nosotras— la tensión era evidente y si todo se salía de control podría haber una catástrofe.

—¿Y cuál es, Atwood?

—Tú te entregaste a ellos, lo hiciste por gusto, en cambio yo fui secuestrada, torturada y obligada a hacer esas cosas horribles, no somos iguales Maximoff, yo no estoy loca.

—¿Crees que es fácil para mí? Pensé que hacía lo correcto, que podía hacer una diferencia.

—Tú decidiste creer en ellos, yo no.

Emma iba a salir del lugar, pero Wanda dirigió su mano a la altura de los ojos de la chica y entró en su mente, de un momento a otro, Emma estaba en su antigua casa, era una pequeña casa, la luz del atardecer se colaba a través de las cortinas raídas, proyectando sombras alargadas sobre las paredes descascaradas. En la sala de estar, el aire estaba cargado de tensión, Emma lo podía sentir, lo estaba viviendo de nuevo. Un hombre de mediana edad, con el rostro surcado por arrugas de frustración y cansancio, se tambaleaba ligeramente, una botella de licor medio vacía en su mano —¿Dónde está tu madre? — Emma no apartaba la vista del hombre que hacía llamarse su padre. La voz del hombre expresaba su malhumor. Cuando el hombre se acercó a ella, no retrocedió causando que él la atravesara y al voltearse ahí estaba ella, de 7 años.

—¿Qué has hecho hoy? ¿Has terminado tus deberes? ¿Has hecho algo útil?— Su tono era cada vez más agresivo.

La niña asintió frenéticamente, las lágrimas comenzando a llenar sus ojos. —Sí, papá. Hice todo lo que me pediste.

Pero sus palabras no hicieron más que enfurecer al hombre aún más. —¡Mentirosa!— gritó, y antes de que ella pudiera reaccionar, la mano que sostenía la botella se levantó y descendió bruscamente, impactando contra su rostro. La niña soltó un gemido de dolor, llevándose la mano a la mejilla donde el golpe había caído.

—¡DÉJALA!— Emma gritó al recordar el dolor que sentía cada vez que su padre la tocaba.

El hombre continuó, su ira estaba alimentada por el alcohol y su propia frustración. —¡No sirves para nada! ¡Eres igual que tu madre!— Cada palabra era acompañada por otro golpe, esta vez con la mano abierta, cada vez más fuerte, haciendo que la niña se encogiera más en su esquina.

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