Capítulo IX

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Albert sintió una gran preocupación cuando Dorothy les había informado que Candy no se encontraba en la mansión, lo primero que se le vino a la mente fue marcarle al celular el cual estaba apagado, una posibilidad menos; no podía controlar su ansiedad, donde estaría la rubia en esos momentos.

- ¿Dónde estará? – preguntó la señora Elroy para ella misma.

- No lo sé, el celular lo tiene apagado. Lo peor de todo es que hoy tiene que estar en el barco, tía que buena idea, el barco, hablaré con George e iremos al yate, cueste lo que cueste. Dorothy, Dorothy, alista el equipaje de Candy – pidió a la mucama llamándola insistentemente.

- Sí joven William, enseguida – corrió hasta la habitación de la rubia preparándolo todo.

- Adiós tía abuela, la llamaré más tarde – salió de la biblioteca yendo por su maleta.

- Si William, cuídate. ¡Qué niño! Tan precipitado como ella – la señora Elroy viajó rápido entre los recuerdos y sonrió ante esa aseveración.

Mientras en el embarcadero, Mario y Terry se encontraban limpiando un poco la arena que el segundo había subido al yate de los Andley, el primero había ido a la parte delantera para observar que todo estuviera en orden, logrando ver una linda silueta rubia sobre la mampara.

- Señor Grandchester, lo esperaré o lo dejo con la señorita – infirió Mario.

- Este... - comenzó a pensar, aunque de pronto cuestionó. ¿Cuál señorita?

- En la popa esta una señorita, aunque yo sabía que los demás llegarían hasta la noche – le informó.

- Espera aquí, voy a ver, ¿quién es? ¡Hola! ¿Qué haces aquí? – preguntó tapándole el sol a la rubia.

- Tomando el sol – respondió ladeando un poco el rostro.

- No se supone que estás en la mansión – cuestionó él un poco preocupado.

- Estaba – respondió tajante.

- ¿Cuándo llegaste? – preguntaba decidido a saber ¿por qué había llegado tan temprano?

- En la madrugada, dormí en los camastros de la playa – informó cerrando los ojos.

- ¿Pasó algo? – inquirió el castaño.

- No – respondió escuetamente.

- No pasó nada eh, entonces ¿por qué tienes ojeras? – rio ante el desconcierto de esas marcas debajo de sus ojos.

- No dormí bien – respondió ella y volvió a cerrar los ojos.

- Ya veo, ¿puedo preguntar algo? – decidió que era mejor encararla.

- Pregunta – asintió ella y levantándose cuando él se puso en cuclillas.

- ¿Quién te maltrató tanto los brazos? – le tomó primero uno y después el otro.

- Ah, esto, me lastimé con una pulsera – respondió ella desinteresadamente ya que sabía de lo que hablaba.

- Sí claro, ¿por qué mientes? – preguntó disgustado y tensando la mandíbula.

- ¿Por qué no? ¡Hey, Terry suéltame... que me duele! – se jaloneó tratando de que la soltase.

- No lo voy hacer hasta que me digas que fue lo que te hizo tu novio – siguió jalándola hasta que la aprisionó contra su cuerpo.

Un amor que no entiende de pasionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora