Secreto desvelado (Parte 24)

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—¡Vas a marear ese café! ¿Qué ocurre, hija?

Fina detuvo el tránsito zigzagueante de la cuchara sobre el líquido ya frío. ¿Cómo resumir en palabras no preocupantes su estado anímico? Se limitó a suspirar pesadamente. Al final había llegado a la conclusión de que madurar consistía en aprender a romperse durante el día y a recomponerse por la noche. El problema estaba en que las piezas nunca encajaban de la misma manera y, en ocasiones, la forma final era irreconocible. Esa mañana se había levantado con la firme convicción de que no volvería a sentirse a gusto nunca más, como si partes de sí misma se las hubiera llevado Marta y ya no pudiera reconstruirse de manera que la imagen devuelta tuviera sentido. En apenas dos días, la sonrisa se le había transformado en una mueca desagradable que sólo inspiraba compasión. Su padre era capaz de verlo. Cualquiera que la apreciara de verdad lo vería.

—¿Has tenido mala noche? —cuestionó Isidro intentando no dejarse llevar por la preocupación. Conocía a Fina de sobra como para saber que si se cerraba en banda sería imposible sonsacarle nada. Podía ser muy cabezona cuando se lo proponía. En eso había salido a su madre. Así como en su belleza y en la forma con la que miraba a los demás, con infinita bondad escoltada por una fiereza indomable.

—Pues las he tenido mejores, no le voy a mentir. Pero no se preocupe, padre. Usted mismo lo dice siempre: nunca llovió que no escampara.

—También te digo que estoy aquí para lo que sea. Lo que sea —repitió mientras le tomaba las manos entre las suyas.

«Ojalá fuera todo tan fácil. Ojalá poder decirte que me han robado el corazón y que jamás pensé que pudiese doler tanto haberlo recuperado». Sin embargo, sólo asintió siendo incapaz de pronunciar palabra alguna. Temía que si hablaba las lágrimas salieran de nuevo. Y eso que se había pasado la noche llorando. Lo suyo le había costado disimularlo. De hecho, le atemorizaba encarar a Carmen pues nada más la viera la interrogaría y estaba tan enfadada con Marta que no podía verbalizarlo. No todavía. Creía haberle dejado claro que podían hablar de lo que fuera, que no tomara decisiones manteniéndola al margen, que ella era su espacio seguro. Y aún así, la había traicionado. Estaba dispuesta a dejarla, sin hablarlo, sin contar con ella. Cuanto más lo pensaba peor se sentía. La rabia afloraba y lo que más temía era que en cuanto esa rabia se diluyera comenzaría la verdadera agonía y no creía poder soportarlo. Por ello se aferraba a ella como un clavo ardiendo. Estaba a punto de dar por finalizado el desayuno cuando Digna entró en la concina a la carrera. Traía el rostro descompuesto y movía las manos con nerviosismo.

—Buenos días. Disculpad las maneras. Isidro debes ir en busca de la doctora Borrel. De inmediato. Fina, ya que estás aquí ayúdame a preparar paños fríos.

—¿Qué sucede? —cuestionó Isidro. La preocupación por su hija pasó a segundo plano—. ¿Ha pasado algo?

—Es Doña Marta. Tiene una fiebre muy alta y es preciso bajarla. Está delirando. ¡Vamos!

Con un ademán marcado instó a que Isidro se fuera. Éste obedeció de inmediato. Fina, en cambio, se quedó petrificada en el sitio. Lo sucedido la noche anterior la golpeó con dureza. Recordó cómo había dejado a Marta atrás y cómo había observado la densa lluvia a través de la ventana en su habitación. En su momento, pensó que las nubes se lamentaban por lo acontecido. Ahora era ella la que se arrepentía.

—¡Fina! ¡Vamos, muévete! ¿No me has oído?

—Sí... Sí —contestó saliendo de su ensoñación. El corazón le latía con un ritmo irregular como si también le reprochara su inacción. Con rapidez tomó la iniciativa y se vio ascendiendo las escaleras de dos en dos. Era el amor quien movía sus piernas, el que había puesto en pausa las emociones negativas con las que se había levantado. Nada importaba.

Se aproximó a la cama. Marta seguía presa de un sueño febril y movía los labios sin decir nada. Fina le colocó el paño húmedo sobre la frente y la joven se retorció en su inconsciencia.

—Estoy aquí. Estoy aquí. ¡Dios! Lo siento mucho, yo...

Le retiró un rizo rebelde de la frente. El contacto reavivó todo aquello que le había hecho llorar desconsoladamente durante la noche. Era un recordatorio de lo que había perdido. Retiró la mano. Desearía poder odiarla. Pero verla así, frágil, sumida en el delirio lo hacía imposible.

—¿Qué nos hemos hecho?

Era una pregunta que Fina no sabía responder. Su destino estaba entrelazado, quisieran o no. El primer beso lo había sellado. Aquel arrebato de Marta de la Reina había cambiado la historia y parecía que escribirla no dependía sólo de ellas. Habías más piezas en el tablero, algunas de ellas con secretos que podían decantar la partida. Una de ellas había estado atenta a la interacción de las jóvenes y empezaba a comprender el dibujo de lo que se estaba tejiendo ante ella. Digna entró en la habitación haciendo que Fina tomara distancia.

—He de ir a trabajar —dijo con el corazón en un puño. No quería dejar a Marta, pero no podía hacer nada sin delatarse. Antes de que pudiera detenerla se marchó. Digna alzó una ceja. Sabía más el diablo por viejo que por diablo. Y ella había vivido lo suficiente como para haber aprendido que no solo la tormenta podía aparecer desde cualquier frente.

Sueños de libertadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora