No hay vuelta a atrás

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Comprobó el reloj con el anhelo dibujado en la mirada. Sus cerúleos ojos se reflejaron en el fino cristal. La aguja se movía mucho más despacio que los latidos de un corazón cada vez más impaciente. Se sentía como una chiquilla que descubría por primera vez la relatividad del tiempo. Ni siquiera le importaba estar a la intemperie. El frío erizaba su piel, la cual se dejaba ver elegantemente gracias a un vestido ligeramente abierto por los hombros. Tampoco debía excederse en su atrevimiento. Sin embargo, había estado más tiempo del acostumbrado eligiendo su atuendo. Quería verse bien. Quería que la viera bien. La sorpresa de ese pensamiento aún ruborizada sus mejillas. No debía, pero las emociones se agolpaban insistentes obligándola a sonreír como si nunca lo hubiera hecho. Quizás había sido así. ¿Sabía de verdad lo que era sonreír o sólo lo había hecho de forma sarcástica o a la defensiva? Su acompañante llegaba tarde, cosa que en otra persona hubiese detestado. Últimamente las barreras que levantaba a su alrededor eran más flexibles que nunca. Se descomponían cual azucarillo al contemplar al objeto de todos sus deseos. Se estaba arriesgando, extendiendo los brazos en su jaula de oro. ¿Acaso podía rozar la libertad con sus manos? No estaba segura, pero sí de que necesitaba su compañía, tenerla cerca. Era un deseo tal que la estaba consumiendo. No estaba bien, lo sabía, pero ¿cómo podía estar mal algo que la animaba a querer despertar un día más? ¿Qué era, además, esa sensación de invencibilidad que se apoderaba de ella? Creía conocer la respuesta, pero no estaba dispuesta a darle un nombre. ¿Para qué? Sólo iban a la ópera. Nada fuera de lo corriente. Salvo que era su empleada. Salvo que no era su marido. Salvo que el nerviosismo empezaba a ser cada vez más acuciante. ¿En qué momento supo que la iba a dejar plantada? Quizás cuando le comentó la visita de su amiga, cuándo escuchó su suspiro al responder a la llamada, la forma en que el pecho se movía preso de una alegría insospechada. La confirmación vino como un escalofrió inesperado. Se le congeló la sonrisa y el frío del ambiente se apoderó también de su corazón. La realidad la bajó de su ensoñación y entonces lo vio con toda claridad. Observó a Marta de la Reina vestida elegantemente ser superada por decenas de personas en su camino al teatro. Algunos hombres con lujuria en sus pupilas, algunas mujeres con desprecio mal disimulado. Contempló la alegría de su rostro, el deseo del encuentro y la vergüenza enrojeció su rostro. Era conocida la ausencia de su marido debido a su profesión. La imagen le resultó terriblemente dolorosa, comprender su posición fue una bofetada demasiado cruel. Parecía una mujer cualquiera esperando a su amante a las puertas de la ópera. Una mujer excelentemente maquillada para hallarse sin presencia masculina, una mujer excesivamente radiante para encontrarse entristecida por las largas ausencias de su marido. La humillación si hizo paso entre la vergüenza, la rabia con destinataria clara, el enfado, el orgullo herido. Observó como una barrera se levantó ocultando a la mujer, a su vulnerabilidad y se prometió a sí misma no volver a dejarla caer. Prefería ser odiada a volver a sentirse tan frágil. Era lo que tenía la soledad voluntaria, se alimentaba de la falta de autoestima para aislar la sensibilidad de quien no podía permitirse ser lo que era. Apretó los puños y con la visión humedecida y el mentón alzado, en su pose más altiva, ingresó en el teatro dispuesta a dejarse arrastrar por una voz que por mucho que quisiera no opacaría la de aquella que se iba a convertir si no lo era ya en la ruina de su existencia.

Sueños de libertadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora