Secreto desvelado (Parte 26)

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Nada sucede por casualidad. Nada. Bien sea por obra del destino, de Dioses jugando a los dados, de un ser superior aburrido de su propia inmortalidad o para los menos creyentes de leyes naturales que todavía no llegamos a comprender. De todos modos, poco importa la causa sino más bien las consecuencias. Fina observaba con gesto petrificado al a todas luces marido de Marta de la Reina. Era un hombre apuesto, de pelo encanecido y sonrisa ambigua. No quedaba claro con un simple vistazo si se podía confiar en él. Fina estaba segura de que no. Nadie en su sano juicio dejaría de estar al lado de Marta por voluntad propia. Sólo alguien pagado de sí mismo haría tal cosa. No obstante, ningún hombre pensaría que una mujer pudiera estar por encima del éxito profesional. Era un lema de los tiempos, un trazo grueso más del cuadro opresivo en el que el género femenino se veía representado.

Fina diría más tarde que el aire se había vuelto más espeso por un instante y que todo a su alrededor se había distorsionado dando una forma grotesca a todos los presentes. Como si al dios de turno se le hubiera olvidado dar nitidez a la escena al ser demasiado dramática hasta para sus estándares. Hasta creyó escuchar una débil disculpa.

—¿Qué debe perdonarte mi mujer? —repitió el hombre con cierta impaciencia. No estaba acostumbrado a que lo ignoraran.

Fina tragó saliva. No había dicho nada que pudiera dejarla en mal lugar, así que actuó tratando de no parecer nerviosa. Para ello, escondía las manos tras su espalda para que no viera como temblaban.

—Usted debe ser Don Jaime —dijo intentando ganar tiempo.

—Así es, pero te he hecho una pregunta y me gustaría saber la respuesta.

Fina se mordió la lengua para no soltar una grosería.

—Su mujer tenía fiebre y me han dicho que le cambie los paños de la frente. Se me olvidó llevarlos —explicó mientras señalaba la mesita en la que estaban los usados.

—Ya veo. Aunque no entiendo por qué has de hacerlo tú. Llevas el uniforme de la tienda. ¿Por qué no se ocupa alguien del servicio?

Su pregunta tenía todo el sentido del mundo, pero Fina era incapaz de verlo. Todo lo que saliera por su boca iba a ser tomado por ella como una afrenta, una ofensa, una provocación.

—Soy la hija de Isidro. Estaba en la cocina, más cerca. No me importa ayudar de ser necesario y menos a la señora, le tengo mucho aprecio.

Jaime relajó su postura y se tocó el puente de la nariz para después extender la mano sobre su frente.

—Discúlpame. Creo que ya sé quién eres. Eres la pequeña Serafina. ¿O me equivoco?

—Bueno, pequeña ya no. Sólo hace falta verme.

Se estiró dejando claro que no iba a achantarse. Resultaba adorable.

—Perdona. Así es como Marta te llamaba. Lo recuerdo perfectamente.

—¿Y usted era pescador? —preguntó con toda la inocencia que pudo reunir. «Ya podía llevarte una ola de vuelta» pensó arrastrando a su mente la malicia que pugnaba por salir.

—Oh, no —negó soltando una carcajada. Le había hecho gracia la forma en que se lo había preguntado. Más parecía una acusación—. Soy médico en un barco mercante. A partir de ahora yo cuidaré a mi mujer. ¿No es fantástico?

«¿Es una pregunta o una amenaza, marinero de piscina?». Creyó ver un brillo victorioso en la mirada de su interlocutor. Cada vez estaba más segura de que esa porte elegante, caballerosa escondía algo. Más le valía que no fuera nada que hiciera daño a Marta.

—He de irme a trabajar —dijo en su lugar con la pena asomando por sus labios. Marta y ella tenían una conversación pendiente. Se giró hacia ella, la cual dormitaba plácidamente ajena a la tensión en el ambiente. Parecía un ángel aún bajo los efectos de la gripe. Reprimió el deseo de besarla delicadamente en la mejilla para despedirse. Tuvo que conformarse con mirarla mientras tomaba los paños.

—Avisaré a alguien para que los reponga.

Le dio la espalda a Jaime, pero volvió a encararlo para haciendo de tripas corazón pedirle algo.

—Cuídela.

No le dejó responder. No quería escuchar que siempre lo haría, ni esa falacia de que se había comprometido años atrás. El amor no era un contrato, no entendía de firmas. El verdadero amor era inabarcable como para ser contenido en un papel y delimitado por un garabato. Marta y ella lo habían descubierto. El amor estaba en todas partes, en una caricia, en una mirada, en arroparse en los días fríos, en los pequeños gestos cotidianos. Era a su vez fuegos artificiales y estrella fugaz, era tan sólo un instante o la suma de muchos. Si el leguaje del Universo eran las matemáticas, el lenguaje de los humanos eran la emociones y el amor su máximo estandarte. Marta había sido una ilusa al pensar que Fina renunciaría a él sin presentar batalla. Fina sólo se rendiría y se haría a un lado si Marta dejaba de quererla o sufría por su culpa. Ese momento no había llegado. Deseaba seguir aprendiendo junto a Marta, construir un futuro juntas y mientras existiese la más mínima posibilidad se aferraría a ella pues su propia felicidad dependía de ello.

Sueños de libertadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora