Secreto desvelado (Parte 30)

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—Tienes que decírselo. No puedes ocultárselo más. Tiene derecho a saberlo —insistió por enésima vez.

Isidro negó con la cabeza.

—Es mi salud, mía. Si le puedo ahorrar sufrimiento de mi boca no va a salir ni una palabra.

Digna suspiró, exasperada. Estaba apoyada espalda mediante en la encimera de la cocina. Trataba por todos los medios de luchar contra la testarudez de Isidro. Los últimos informes médicos no traían buenas noticas. La enfermedad comenzaba a adueñarse de su día a día por mucho que intentara ignorarlo.

—Le estás negando la oportunidad de pasar tiempo contigo. ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con ella de algo que no fuer trivial? ¿Acaso sabes si su corazón está ocupado? ¿Piensas privarla de eso?

Isidro se removió en el asiento. Estaba sentado a la mesa con las manos cruzadas sobre la rugosa madera.

—¿Qué sabes tú de eso? ¿Fina te ha dicho algo?

Digna volvió a suspirar a la par que sus ojos giraban en señal de incredulidad.

—Si la miraras a los ojos lo verías, pero te empeñas en esconderte hasta de ellos.

—Dime qué le ocurre a mi hija, por favor —rogó preso de la impaciencia—. ¿Alguien le ha hecho daño? Porque me parece que no voy a ser el único que se vaya para el otro barrio.

—Aquí nadie se va para el otro barrio, ¿me oye, padre? Nadie.

Fina entró en la cocina y tras coger un vaso de agua se sentó a su lado, aliviada. Necesitaba reposar la espalda.

—No me gusta que haga esas bromas. Y usted empeñado en mentar a la parca. Digna, dígale algo que ya ve que a mí no me escucha —dijo regalando una de sus sonrisas resignadas.

—Es tu padre el que tiene que contarte algo. ¿No es así?

—¿Ah, sí? Pues espere, que estoy sedienta. Deme un segundo.

Isidro puso en práctica esa habilidad de los padres para hacer coincidir dos hechos que no suelen llevarse bien: la sorpresa y estar bebiendo cualquier tipo de líquido.

—¿De quién andas enamorada?

Digna observó con todo tipo de detalle como un trago de agua salía despedido de la boca de Fina con la elegancia de quien se ve en paños menores rodeado de etiquetas. La inesperada pregunta hizo que parte del líquido, cómo no, eligiera el camino equivocado provocándole una tos que enrojeció aún más su rostro, ya de por sí encendido por la vergüenza.

—Al final no voy a ser yo al que se lleve la parca, fíjate tú.

—¡Padre! ¿Qué le he dicho?

—Pues de momento nada. A ver, quién hace que te pongas como un tomate. Mira que te lo tenías bien guardado, ¿eh?

—Parece que eso viene de familia —intercedió Digna ganándose una mirada de advertencia por parte de Isidro. Fina bastante tenía con recomponer su respiración.

—¿Qué le hace pensar que hay alguien?

—Pues mira, no te voy a mentir: ha sido Digna. Porque últimamente no doy una.

Fina cambió el gesto, preocupada.

—¿Se encuentra bien? ¿Qué ha dicho la doctora Borrell?

—Nada, hija. No te preocupes. Tu padre está hecho un toro.

—Torear, torea, eso dalo por sentado —añadió Digna.

—¿Seguro que todo va bien? Padre, por lo que más quiera no me mienta.

Había verdadera angustia en su petición. Estaba cansada de tener que luchar contra sus propios impulsos y también contra las negaciones de los demás. No podía batallar en varios frentes a la vez. Tomó a su padre de las manos y lo miró con toda la dulzura de la que era capaz. La admiración brilló en sus ojos.

—Usted es el pilar de mi vida, el refugio de la niña que fui. Sin usted... —Se detuvo incapaz de imaginarse cómo terminar la frase sin emocionarse. Isidro la atrajo hacia así.

—Mi niña. Todo está bien. —La abrazó de forma que ella no podía verle la cara, así como tampoco podía ver a Digna negar con la cabeza y cruzarse de brazos—. Vamos, vamos, no hagas llorar a este pobre viejo.

El sonido de la risa de Fina inundó la cocina. Parecía una estampa familiar idílica. Y el problema era ese: que solo lo parecía.

—Bueno, yo tengo que irme. Por ahora te libras de decirme quién te ha robado el corazón.

Antes de que Fina pudiera negarse tres veces como Judas, Isidro las dejó solas.

Digna no iba a andarse con rodeos. Bastante tenía con todos los secretos que arrastraba como para añadir otro a la colección. Además, no quería cometer el mismo error dos veces. No se lo perdonaría. Bastante había pagado por no comprender que es imposible atrapar la luz entre los dedos, que siempre se desparramará, que buscará la libertad, que ni siquiera la oscuridad tiene poder sobre ella, sino que es una consecuencia de su ausencia, resultado de su retiro.

—Es Marta, ¿verdad? ¿Es ella quién se ha adueñado de tu presente y de tu futuro? —No había disgusto, ni desagrado en su pregunta, sino la esperanza de tener ante sí la oportunidad de enmendarse, de hacer honor a su nombre.

La vida, en ocasiones, se replegaba sobre si misma mostrando los mismos patrones, pero no siempre se reaccionaba de la misma manera ante ellos. Fina no iba a ser menos. Sonrió como quien se quita un peso de encima. Y lo verbalizó. Dos letras, una sílaba sirvieron para liberar otro eslabón de una cadena que cada día la ahogaba más.

—Sí.

Sueños de libertadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora