Secreto desvelado (Parte 3)

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Marta se encaminó a la cocina dispuesta a tomar un vaso de agua. El recuerdo vívido del beso, de su impulso, la había desvelado. No era de las que se dejaban llevar, salvo que la situación lo demandase con ahínco. Sin embargo, sí que era de las que dejaban claras sus intenciones una vez ella las había comprendido. Y comprendía perfectamente que durante años había estado dormida, al menos en lo referente a las emociones. Creía que lo que sentía por su marido era suficiente, era eso a lo que llamaban amor y haber descubierto que se equivocaba le provocaba un profundo temor, pues tenía todas las de perder ante tal revelación. No obstante, Fina era totalmente distinta, firme en su propósito, inasequible al desaliento. Alguien capaz de llevarte en volandas porque confías plenamente en ella, en que nunca te dejará caer. Y eso era lo que ella necesitaba: seguridad entre tanta incertidumbre. Sonrió en la penumbra, un gesto que se había hecho habitual, casi tanto como jugar con su melena debido a la preocupación. No podía evitarlo. Pensar en Fina, en su dulzura, en la intensidad de su mirada, era abrir una puerta al cielo y dejarse deslumbrar por una luz reconfortante.

—Veo que tampoco puedes conciliar el sueño —dijo una voz, sobresaltándola. Era Digna, la cual estaba sentada en la mesa con un vaso de agua entre las manos—. ¿Quieres que te prepare algo?

—No, gracias. Venía a lo mismo que tú, en realidad. Últimamente no duermo todo lo bien que me gustaría.

—¿Ocurre algo Marta? —cuestionó Digna mientras la veía prepararse su bebida. La joven de la Reina se giró hacia ella y por un instante deseó poder confesarse. Necesitaba hablarlo con alguien. Tener una confidente que la entendiera, que la apoyara, pero no estaba segura de que Digna fuera a verlo igual que lo veía Fina. De hecho, estaba segura de que Carmen estaba al corriente del secreto de la dependienta. No se le pasó por alto la complicidad de las amigas en todo el asunto de Petra. Ella también necesitaba a una Carmen en su vida.

Marta decidió tomar un camino cercano a la verdad.

—Estoy preocupada por Fina... por Isidro —añadió con rapidez. Se aferró al vaso y tomó asiento junto a Digna—. Su estado de salud es muy delicado y yo no sé que puedo hacer para ayudar. Llevan toda la vida con nosotros y no es justo... —el tono de sus palabras adquiría mayor rabia a medida que un fatal desenlace tomaba forma en su mente—. No se lo merecen. Ninguno de los dos —remató con fiereza.

—Lo sé, cariño. Pero debemos confiar en la medicina y en que Isidro es un hombre fuerte —se acercó a ella y la tomó de las manos.

—Cuando el derrumbe en la fábrica y padre a punto de... No quiero que pase por ello.

—Y no lo hará. Tenemos que confiar. Apoyarlos. No sé si te he contado alguna vez que Fina cuando apenas levantaba un palmo del suelo, siempre intentaba colarse en vuestras habitaciones para jugar con vosotros.

—¿De veras?

—Sí, se pasaba mucho tiempo en la casa y se aburría como una ostra, la pobre. Cuando era ya una adolescente un día la encontré en tu cuarto. Quería saber que estabas leyendo.

Marta escuchaba con curiosidad. Deseaba conocer más a Fina y Digna era una fuente inabarcable de historias.

—No me quiso decir por qué.

Marta abrió los ojos, con sorpresa.

—Así que fue ella.

—¿Cómo dices?

—Para mi cumpleaños alguien me regaló Orgullo y Prejuicio y nunca supe quién había sido. Todavía lo conservo.

Digna asintió con la cabeza. No le extrañaba para nada que hubiese sido obra de Fina.

—Siempre te ha admirado. Y se ha esforzado como la que más para que nos sintiéramos orgullosos de ella. Y mírala ahora, toda una mujer hecha y derecha —hizo una breve pausa—. Bueno, creo que es hora de irme. ¿Te encuentras mejor?

—Sí, siempre consigues animarme.

Los pasos de Digna se perdieron en la lejanía y Marta iba a hacer lo propio, pero no pudo evitar hacer una parada intermedia. Sabía que Fina se había quedado a dormir, así que de forma sigilosa se aproximó a su habitación. La observó desde la distancia y creyéndola dormida, se contentó con ello.

—Estoy despierta —dijo la joven en un susurro ahogado, lo cual Marta interpretó como una invitación. Cerró la puerta tras de sí con pestillo y con el corazón desbocado y ante la atenta mirada de la luna se sentó en la cama junto a una Fina que ya se había incorporado. Se quedaron prendidas la una de la otra, mirándose con profundo anhelo. Marta tomó su rostro entre las manos y...

—Bésame, por favor —imploró, deseando probar esos labios de nuevo. Fina aceptó con una dulzura que traspasó cada célula de la piel de la joven de la Reina, atrayéndola como un imán hacia ella. Se perdieron en un beso cálido, sin prisas, propio de una conversación entre dos almas sedientas que acaban de encontrarse tras estar perdidas por el desierto. Se separaron para tomar aire, con las frentes unidas y los ojos todavía cerrados.

—Me va a estallar el corazón —murmuró Marta, a lo que Fina llevó una mano a su pecho para sentir los latidos, que estaban acompasados con los suyos propios y la abrazó, aferrándose a ella, a su aroma, a su agitación. Mañana sería otro día, pero en ese mismo instante el mundo era solamente de ellas dos.

Sueños de libertadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora