El brazo del dios había empezado a regenerarse lentamente, observándose los músculos formarse desde el interior, y las venas rodearse de piel.
—Qué asco dáis —murmuró Uriel.
Heimdall alzó las cejas y empezó a reír.
—Robaste el mismo poder cuando nos mataste, ¿te da asco verlo en otra persona?
—No —respondió serio, empezando a mostrar una ligera sonrisa burlesca—, a mí no se me ven los músculos de esa forma. Es repugnante visto desde fuera, ¿sabías?
Lancelot había bajado su arma. No necesitaba defenderse de nada si Uriel lo mantenía entretenido con sus bromas...
—Eso es porque no te han arrancado el brazo de un golpe.
—Quizás... —respondió con el mentón erguido—, soy demasiado hábil como para que me suceda algo así.
Heimdall se mostró serio.
—No podrías decir lo mismo de tus alas.
—Eso... —alzó una ceja, molesto por su comentario—, fue debido a tu cobarde prisión para ganar tiempo.
—Cierto —sonrió—, pues tan diestro no eres.
Uriel arrugó su nariz, empezando a molestarse.
—Hilda —alzó la voz. La valquiria miró hacia él—. ¿Cómo está?
La mujer se dirigió hacia las heridas de la guerrera abatida, presionándolas con prendas improvisadas.
—Sigue viva, pero no podrá pelear.
El ángel suspiró. Estaba enfadado. Enfadado de que no pudiera pelear y de que no le sirviera para nada. Pero mucho más enfadado porque la habían tocado sin su consentimiento.
—Doscientos seis huesos tiene el cuerpo humano —mencionó mirando fijamente hacia Heimdall—. Los dioses, en su semejanza a sus creaciones, también disponen del mismo número que ellos.
Lancelot suavizó su postura por completo. ¿Qué demonios estaba diciendo ahora?
>>Dime, Heimdall. ¿Por cuál quieres que empiece?
Este tragó saliva. Su pasado le había dejado claro que cada advertencia que hacía, las cumplía al pie de la letra.
—Estás completamente demente —mencionó asustado.
Uriel sonrió, regocijándose en tal cumplido.
—¡Eso dicen todos cuando ven que están perdiendo! —gritó con sus comisuras rasgadas.
Cogió la espada que había lanzado, llena de su propia sangre, y apuntó hacia él con la punta.
Heimdall invocó su oscura hoja, la cual, frente a los ojos de Uriel y Lovhos, vieron de qué estaba hecha: las almas que suplicaban libertad desde el inframundo, arrastradas en forma de arma.
—Y me preguntas el por qué os quiero muertos... —murmuró el ángel.
Flexionó las piernas, y en un parpadeo, se situó frente a él, chocando hierro con hierro, desliz tras desliz de filos, y forcejeo tras forcejeo entre dios y ángel.
—No son más que almas —habló forzoso—, qué más dará lo que hagamos con ellos después de muertos. Además, ya viste lo que hacen cuando les das libertad.
Lovhos se crispó, recordando sus piernas ser rodeada por ellos.
—Un animal roba por hambre, y no por ello es condenado. Un alma intenta liberarse por desespero, pero tampoco debe ser condenada por ello. Sólo tienes que controlarlas, guiarlas, y te seguirán a donde sea que vayas —sus ojos se habían desviado a las tres valquirias, las cuales, con una fe inquebrantable, seguían sus pasos con firmeza.
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El Velo del Olvido
Fantasy[Advertencia de contenido: Narrativa lenta, violencia, madura] En una era donde las espadas reinaban, un campeonato se organizó debido a los incesantes ataques a Inostreya. Esta, cansada de las arremetidas de reinos vecinos, enfrentó a los más vale...