15 - Puentes

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El día se había nublado como la vez que despidieron al último rey: sus cielos se ennegrecieron y sus vientos trajeron gélidas lluvias a su paso.

A diferencia de ese día, Ketheric, el rey caído, en su época de reinado se mostraba con el sol a su lado allí donde iba. Fue valeroso y bondadoso, y aunque se esperaran lluvias durante todo el mes según el viento del norte, el cual siempre acertaba con sus advertencias, a donde fuera que apareciera, el hombre arrastraba la calidez a su paso.

Mucha gente pensaba que los dioses oraban por él y por su gran bondad. Que lo amaban y veneraban como un hombre inigualable, pues reinó como ningún otro lo hizo, y tal vez por eso fue el preferido de los cielos.

Tal vez el firmamento lo bendijo con el cálido dorado de las mañanas y el tenue rosado de las tardes para así no perder el rumbo de su reinado y prosperar allí donde fuera. Y tal vez por eso nunca se desvió de su camino: porque en sus hombros mantenía guías que lo llevaran por el buen lugar.

Es por eso que, en el momento en el que la reina abandonó su trono en el anonimato, un día tan negro y oscuro como cuando murió su padre había aparecido; y un cielo como ese, para su nación, sólo significaba una cosa: la muerte de un gran rey.

Lancelot caminaba entre la gente sujetando a la chica de la mano, entrelazando sus dedos y con una presión constante en su pecho. Llevaban capuchas para evitar la lluvia, y sus zapatos, caminando sobre los adoquines, se habían empapado en sus andares.

Habían pocas, sino casi inexistentes personas que mantuvieran el mismo color verdoso de los ojos del escudero. Es por eso que, allí donde fuera, ocultaba su mirada tras la tela.

Cristalline lo seguía con una expresión seria, atónita. Había andado mil veces por esas calles. Había comprado en esas tiendas acompañada de alguna cortesana, o incluso, alguna amiga que a medida que crecía se fue separando, y sabía exactamente por dónde caminaba. Sin embargo, con la diferencia de que no estaban de compras, y mucho menos, mostrando quién era, se sentía en un lugar completamente desconocido.

Nadie le sonreía, pues no era la reina. Nadie le daba paso ni las carrozas se detenían a su avance. Allí donde estaba, era una aldeana más, con la capucha tapando su rostro y sus pies helados de la humedad del día.

Estaba desconcertada.

Se hospedaron en una posada, lejos de la muchedumbre y en el lugar más oculto que la ciudad guardaba, y pagaron por una habitación llena de mugre, humedad, y telarañas.

Cristalline había entrado con el rostro demacrado, asqueada del local, y con una preocupación constante, pues no sabía si volverían al castillo alguna vez.

—Permaneceremos aquí varios días —habló el escudero dejando las maletas en una esquina de la habitación, y apoyando una montaña de papeles sobre el escritorio desgastado.

—¿Cuántos?

—Los que sean necesarios.

Cristalline desvió su mirada hacia los papeles.

—¿Y eso?

—Nos comunicaremos con el castillo mediante cartas. Nos brindarán información y apoyo mientras estemos fuera, y ordenaré a la guardia desde aquí.

—Ya veo... —murmuró, mirando hacia el resto de la habitación. Sólo había una cama, y Lancelot se había percatado de su vistazo.

—No se preocupe —interrumpió su pensar—, yo dormiré en el suelo.

La chica frunció ligeramente su ceño.

—Tenemos dinero de sobra. ¿Por qué escogiste este sitio?

El hombre suspiró, terminando de colocar las cosas en lugares donde no molestaran.

El Velo del OlvidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora