8 - Ketheric

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Maeve llevaba trapos limpios a las habitaciones de los enfermos, como diariamente hacía, para realizar parte de su trabajo.

Si bien no habían guerras como tal, siempre había alguna aldea que se veía asediada, como mal menor, por algún territorio vecino. Pero al ser tan recurrentes, no los consideraban motivo de guerra, pues peleas entre gente de diferentes pueblos era muy común debido al ego que cada nación precedía.

Maeve a su vez era una famosa enfermera entre las murallas, y por eso, cuando algún herido no era capaz de sanar en manos de pueblerinos, eran llevados al castillo bajo el consentimiento de Cristalline para ser tratados.

Esa tarde se tomó su tiempo para repartir sus quehaceres, y siendo ella la que llevaba las riendas de la labor, decidió dejar al más intrigante de todos los pacientes para el final: el cohibido Lovhos.

Entró con pisadas suaves a su habitación, sin saber qué aspecto tendría, pues había caído como plomo en el suelo, habían dicho, y trancó la puerta.

Se había golpeado la cabeza con fuerza, según el escudero.

—Lovhos —murmuró. —¿Cómo te encuentras?

El hombre descansaba mirando hacia la puerta cuando la escuchó llegar. 

—Bien —mencionó levantando su torso y llevándose una de las manos a su cabeza.

—¿Te sigue doliendo?

—Algo —respondió cansado.

—¿Por qué no te has curado? —avanzó hacia la cama y se sentó a su lado, echando un rápido vistazo a su frente.

—Estaba mareado —apartó su mano—. No quería vomitar.

La mujer tocó el pequeño chichón que tenía en un lado, y este se mostró adolorido. 

—He traído trapos fríos —mencionó sin dejar de hurgar en la zona.

Lovhos sujetó su muñeca algo molesto. 

—Duele.

Ella sonrió. 

—Estás muy acostumbrado a curarte, ¿no?

—Supongo... —respondió.

Por mucho que insistiera en animarlo con una dulce sonrisa, no fue capaz de avivar su humor. Había pasado por una experiencia desagradable, y el descubrimiento sobre sus marcas tampoco lo mejoraba. Tenía demasiadas cosas en la cabeza y no era capaz de pensar en otra cosa que no fuera lo que tanto quería ignorar: su maldito poder.

—Te pondré vendas húmedas, pero si te sigue doliendo, avísame, ¿de acuerdo?

El hombre asintió, y ella empezó a escurrir las vendas en la cubeta.

Observó sus brazos al apretar la tela. Se tensaban con ligera fuerza mientras las gotas caían por sus manos. Si él lo hiciera, seguramente saldría mucha más agua de la que estaba cayendo.

Maeve se giró hacia él, y empezó a darle vueltas a la venda por la cabeza, agarrando el principio con los dedos para que no se soltara, y sujetándose con las capas siguientes. La ajustó con precisión, haciéndole esbozar un pequeño gesto de dolor, y la amarró con la misma.

—Ya está —mencionó mientras se apartaba.

Y aunque él no quisiera admitirlo, disfrutó del pequeño acercamiento que tuvo junto a ella. Un dolor punzante en su frente, mezclado con una ligera suavidad de su piel.

—¿Por qué es tan amable? Parece importarle poco su seguridad.

Maeve se había levantado para recoger las cosas, pero deteniéndose a su pregunta. 

El Velo del OlvidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora