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Ni siquiera presté atención a lo que estaba pasando

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Ni siquiera presté atención a lo que estaba pasando. Me había estado tocando por debajo de la ropa, sin desvestirme, porque había más gente en la casa. Tenía puesto un partido en la tele para asegurarse de que no la molestaban: su familia sabía de su pasión por el fútbol y nadie la interrumpía cuando se trataba de eso, era como su premio por ser una hija tan ejemplar.

Sabía que estaba quejándose de algo, pero yo estaba ida, muy ida, como cada vez que le daba por manosearme a plena luz del día, con el ventanal que daba a su patio tapado apenas con unas cortinas paupérrimas. A veces creía que quería que la pillaran, o quizás era sólo que era estúpida y tenía mucha suerte. Una pésima combinación.

Le respondí de forma incorrecta. Para ser honesta, me tenía harta, era uno de esos días en los que casi rompía todo contacto con ella, en los que me perdía en la ensoñación de exponerla mientras sus dedos fríos apretaban mis pechos y yo miraba para otro lado. Se tuvo que notar en mis palabras, o en mi tono, algo se escapó y ella no lo tomó para nada bien. Quizás en otro momento las cosas no habrían salido tan mal, a veces tenía muy buen carácter, se reía harto, pero su equipo estaba perdiendo y su mano se congeló al oír lo que contesté o lo que no dije pero debería haber dicho.

Me dejó en paz y yo cerré los ojos, celebrando mi pequeña victoria. Pero apenas duró un instante, porque me levantó del pelo con un solo tirón. Mi cuerpo reaccionó por costumbre, haciéndole caso para evitar el dolor en la cabeza pero también porque sabía que sino todo se pondría peor. Nunca pensé que llegaría el día en el que de verdad temiera por mi vida, y menos que ocurriría con el sol atravesando las cortinas y el olor de la comida casera de su madre inundando la casa entera, en un sábado cualquiera.

La primera patada llegó tan pronto como caí al suelo.

No opuse resistencia, nunca lo hacía, con la esperanza de que así fuera menos dura.

Pero eso no la calmaba, nunca funcionaba y aunque yo seguía creyéndolo porque no tenía nada más a qué aferrarme, esa tarde fue mi falta de respuesta lo que terminó de zafarle un tornillo.

Antes de que pudiera recuperar el aliento, llegó la segunda patada y la tercera inmediatamente después. Golpeaba y golpeaba como si mi estómago fuera una de sus pelotas de fútbol, azotándome contra su closet como si se tratara del arco contrario. Temí que me rompiera algo; me imaginaba mi costilla quebrándose, perforándome el pulmón. Me mordí la lengua para no gritar, apretándola con los dientes todo lo que podía. En ese momento más que nunca tuve la certeza de que si alguien nos veía, me caerían las penas del infierno. Es que Alondra nunca perdía, porque era graciosa, amable, talentosa y relajada. Pero sobre todo, Alondra ganaba porque era una buena persona. Si me quejaba, si decía que temía que me dañara por dentro, sus dos versiones harían cortocircuito y se enfurecería más. No se le notaría en la cara, porque nunca dejaba que nada le afectara en apariencia, pero se reiría en mi cara y me diría que con toda la grasa que tenía encima sería imposible fracturarme algo.

Me protegí la cabeza con las manos y me hice bolita hasta que se cansó. Apenas se detuve, volví a mirarla inmediatamente, porque no le gustaba que la ignoraran. Ella me vio como miraba a los bichos que salvaba en público y aplastaba en privado, indecisa de cuál de las dos cosas tenía que hacer conmigo. Al final chasqueó la lengua y salió de su pieza, dejándome allí sobre el suelo de parquet, con los ojos fijos en las medallas que ganaba en los torneos escolares a los que me obligaba a acompañarla cada sábado. No, no. No me obligaba, yo iba porque quería. Las cosas no eran siempre así, como en ese momento, no siempre se volvían tan violentas.

Respiré hondo para asegurarme de que estaba entera y me puse de pie inmediatamente tras comprobarlo, porque no quería que nadie fuera a encontrarme allí y tener que ponerme a dar explicaciones. Me dolía el estómago de lo fuerte que me había pateado y tenía ese sabor metálico en la boca que tragué para no comprobar nada. Ya no me quedaban fuerzas.

Me senté en su cama a esperarla, viendo como su equipo perdía el último penal. Las manos me temblaban, así que las puse bajo mis piernas para que no fuera a verlas. Nunca me había golpeado de esa forma y no sabía que esperar, así que lo mejor era tomar precauciones. Sin embargo, cuando regresó con la bandeja de la cena todo parecía haber vuelto a la normalidad. Había traído una bebida grande y dos platos de pasta, uno considerablemente más lleno que el otro. Me lo entregó como hacía siempre que quería disculparse y yo lo acepté como cada vez. Se puso a contarme de la nueva canción que estaba componiendo y me aseguré de prestarle atención en serio, por precaución.

Hablaba y hablaba sobre los acordes que estaba probando y otras cosas que no entendía. Alcanzó su cuaderno y me lo entregó, orgullosa de lo que había escrito. Lo leí con cuidado y se me apretó la garganta cuando vi que se trataba de mí. ¿De verdad me veía con tanto cariño? ¿Era en serio tan genial ante sus ojos? Tragué saliva. Cómo se me ocurría preguntarme una cosa así, si la respuesta era obvia. Me vio titubear y cambió mi plato vacío por el suyo, que estaba a medio comer. Lo acepté de nuevo, con el apetito a tope a causa del estrés.

Mis ojos se perdieron en la letra de la canción, releyéndola infinitamente. Si estaba claro que me quería, siempre me estaba ayudando y desde que nos juntábamos ya nadie me molestaba en clases. Hasta me había incluido en su grupo de amigas y ahora me invitaban a salir y a fiestas. Se sentaba conmigo en clases y durante el almuerzo, siempre compartiéndome de su comida porque mi mamá vivía poniéndome a dieta y yo siempre tenía hambre. Me prometí no volver a preguntarme estupideces como esas nunca más, porque al final sólo lo pasaba mal yo.

A fin de cuentas, la mayor parte del tiempo estaba agradecida de tener una mejor amiga.


[FINALISTA WATTYS '24] Llévate estas canciones viejasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora